domingo, 29 de abril de 2012

LO PELIGROSO DE SER LATINOAMERICANO

M. A. BASTENIER

EL PAÍS el 21 de septiembre de 2011


América Latina es la región más peligrosa del planeta. Como informa el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), aunque la América antiguamente española y portuguesa solo tiene el 9% de la población mundial, en ella se comete el 27% de los homicidios, casi 100.000 al año, que es, sin embargo, una cifra conservadora dado el número de muertes violentas que nunca llega a denunciarse. El índice de mortalidad infligida se establece según el volumen anual de homicidios por 100.000 habitantes, lo que arroja en el cómputo global 23 asesinatos –diez veces más que en España-, pero que suben a casi 50 en Centroamérica, con un pico de 71 en El Salvador. Pobreza y desigualdad son ingredientes habituales de esa inseguridad ciudadana, pero no por ello han de ser inevitables, ni tampoco decisivos.
En Venezuela, donde el chavismo ha hecho grandes progresos en la reducción de la pobreza más extrema, Caracas se ha convertido, pese a ello, en una de las ciudades más inseguras del mundo, con un índice superior a 50, y en Maracaibo, ‘la ciudad del sol amada’, y gran centro petrolero del país, la debilidad del alumbrado público es toda una exhortación al crimen. Tiene que haber, por tanto, otros factores en juego. El guatemalteco, hijo de españoles, Severo Martínez, autor de un imponente pero siempre discutible trabajo –‘La patria del criollo’- pretende dar, aunque indirectamente, una respuesta: la culpa es de los colonizadores que transformaron al indígena en indio, haciéndole víctima de las peores exacciones físicas y morales hasta el punto de arrebatarle su natural identidad. ‘Las venas abiertas de América Latina’, libro de cabecera del presidente Chávez, del uruguayo Eduardo Galeano, es la versión panfleto de las lapidarias aunque elaboradas acusaciones del historiador centroamericano. Pero atribuir a diferencias étnicas, con su escalonamiento jerárquico de blanco a negro pasando por el múltiple mestizaje, la desarticulación social de la violencia, además de políticamente incorrecto, sería confundir el síntoma con la enfermedad.
El periodista británico Michael Reid publicaba hace unos años refiriéndose a América Latina‘El continente olvidado’, título acertado en los términos–sobre todo económicos- en que lo empleaba, pero que entonces estaba dejando ya de responder plenamente a la realidad. Durante todo este inicio de siglo XXI Bolivia, bajo la presidencia de Evo Morales, vive un intento de recuperación de su identidad pre-hispánica. La república boliviana ha pasado a llamarse ‘plurinacional’, lo que sin duda es, pero el adjetivo apenas vela la pretensión de practicar un salto atrás, la devolución del país a los que aún constituyen la abrumadora mayoría de sus habitantes, todos aquellos que no tienen origen europeo. Y, al mismo tiempo, el repliegue planetario de Estados Unidos -que no ha hecho sino comenzar- ha permitido el surgimiento del llamado grupo de naciones emergentes, notablemente Brasil en el continente americano. El expresidente Lula, de manera circunspecta, y, a su desaforado estilo, el venezolano Hugo Chávez, reclaman la atención de su pueblo y de los pueblos circundantes sobre sí mismos. El continente pos-ibérico ha dejado ya de ignorarse en la escena internacional, como puede comprobarse con la lectura de las secciones de extranjero de la prensa nativa. Tras una ocultación secular, América Latina comienza a interesarse por sus vecinos, en lugar de mirar solo a Estados Unidos y Europa.
Y una superestructura occidentalizada cada día cubre de manera menos convincente la realidad de fondo. Es obvio, sin embargo. que América Latina no se resume en una única historia. El cono sur, ni mejor ni peor pero distinto a Europa, ha inventado su propia versión de Occidente; pero en la América que escala desde el altiplano paceño, por los Andes y Centroamérica, hasta la frontera con el mundo anglosajón, hay un extenso ajuste identitario que practicar. Esa crisis, que implica por el solo hecho de imponer a la descendencia nombres extranjerizantes, un rechazo frecuentemente subliminal a la colonización española, unida a una nueva conciencia de estar en el mundo, constituyen los elementos de una revolución que, según la prisa que se dé en desarrollarse y la conmoción que entrañe podrá llamarse solo evolución.
Ni esa revolución evolutiva o evolución revolucionaria, ni tampoco contingencias específicas a países como México o Guatemala, donde la sangrienta refriega del narco nutre los índices violentos, explican nada por sí mismos. Pero los pueblos que aún no han decidido quiénes son, pueden verse sometidos en el futuro a diferentes y aún mayores volúmenes de violencia; política, que es también común.

CUANTO PEOR, MEJOR EN PALESTINA

M. A. BASTENIER

EL PAÍS, 7 de septiembre de 2011

Estados Unidos e Israel despliegan estos días su diplomacia para impedir que la Autoridad Palestina solicite ante la asamblea general de la ONU que la organización reconozca la existencia de un Estado palestino. La aprobación de una resolución en ese sentido no modificaría, por supuesto, la realidad de la intermitente, parcial e indefinida ocupación israelí de Cisjordania, Jerusalén-Este y Gaza, con lo que ese Estado sería tan solo virtual. Pero -calcula la AP- que con ello infligiría un golpe propagandístico al Estado sionista, condenado una vez más ante el mundo por su dudoso interés en negociar la creación de una Palestina independiente, al tiempo que demostraría que es capaz de renunciar al paraguas diplomático norteamericano, a la vista de la impotencia del presidente Obama para impedir que Israel siga poblando de colonos los territorios ocupados.
Las presiones de Washington sobre los palestinos puede que sean tan extremas como para explicar la demora en tramitar aquella petición ante la ONU. Estaba previsto que la moción de la AP -que solo está reconocida como organización internacional con status de observadora- se presentara estos días para debatirse a fin de mes, pero el secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, advertía la semana pasada que ya no había tiempo para hacerlo en septiembre. El presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, que posiblemente aún duda sobre lo que conviene hacer, está metido por ello en un berenjenal del que difícilmente saldrá sin nuevos desperfectos en su acumen político.
La llamada ‘primavera árabe’ tenía que provocar alguna reacción en medios del movimiento palestino; y han sido dos. Una legal y burocrática, ante la ONU; y la otra terrorista y contraproducente, los atentados de facciones radicales, a los que Israel ha respondido con la contundencia que era de esperar. La AP, que seguramente se conformaría con pasar de ‘organización’ a Estado aunque siempre con el limitado carácter de observador, trataba de hacer lo máximo que molestara lo mínimo a Washington; y la respuesta terrorista, por su parte, no hacía más que debilitar el apoyo internacional a la AP.
¿Cuál es la respuesta de Israel? Aparte de la acción diplomática sobre unos 70 Estados de los 156 con que mantiene relaciones, donde considera que sus presiones pueden surtir algún efecto, no parece que promueva grandes iniciativas. La facilidad con que el Gobierno de Benjamin Netanyahu sabe responder que ‘no’ es ya legendaria, como muestra la reciente negativa a presentar excusas a Turquía, tras la publicación del informe de la ONU sobre el abordaje de una embarcación turca que se dirigía a Gaza, en el que un comando israelí dio muerte a nueve activistas. Y eso que el documento es de un comedimiento que enternece. Solo acusa a los asaltantes de empleo de ”fuerza excesiva”. Y habida cuenta de que el ataque se produjo en aguas internacionales; que tanto tripulación como pasajeros eran concienzudamente inofensivos; que la misión, cierto que anti-sionista y de propaganda, transportaba únicamente ayuda para los habitantes de la Franja -a quienes no suele sobrarles de nada- no parece que la fuerza fuera lo único ‘excesivo’. Y la consecuencia de la negativa a reconocer el grado de responsabilidad que corresponde a la presentación de excusas ha sido la congelación absoluta de relaciones del Gobierno de Ankara con el de Jerusalén. Pero Benjamin Netanyahu es imperturbable. Israel ya está acostumbrada a estar sola contra el mundo, como demuestra la ley recientemente aprobada en el Kneset, que tipifica como delito cualquier apoyo de sus ciudadanos a medidas internacionales de boicot, tanto de naturaleza intelectual, reuniones universitarias, como material, la exportación de frutas y verduras de los territorios ocupados. El apoyo de Washington resuelve todos los problemas.
Lo clásico sería en este caso referirse al ‘lobby’ israelí en Estados Unidos como explicación de que el Gobierno de Jerusalén casi pueda dictar la política norteamericana en la zona, con Barack Obama o sin él en la presidencia. Pero las cosas son seguramente más sencillas. Washington, y más aún en momentos de conmoción en el mundo árabe como los actuales, sabe en quién puede, en último término, confiar. Es esa utilidad de Israel la que le da peso a su política. Con Estados Unidos al quite, Israel no puede sentirse jamás aislada.
La notoria insuficiencia, por todo ello, de ambos enfoques del problema -el político y el terrorista- nos remite a un eterno ‘cul de sac’. Aquel del que tampoco pudo sacar al conflicto la segunda y última ‘Intifada’.

AUN NO ES PRIMAVERA EN EL MUNDO ÁRABE

M. A. BASTENIER

El Espectador, 4 de septiembre de 2011

Los términos ’primavera árabe’, con que se ha bautizado la conmoción popular en el mundo árabe, comparan dos series de acontecimientos de la historia de Europa con lo que sucede en ese arco de tensión que va desde el Atlántico hasta el golfo que unos llaman Pérsico, otros Árabe, y por ello algunos decimos solo El Golfo. La ‘primavera de los pueblos’ es como en Europa occidental se calificó la liberación de la Europa del Este del control de Moscú; y su precedente fue el ‘vormarz’ germánico de 1848, que desde París a Viena impulsó con éxito diverso las formas parlamentarias de gobierno.
Todo comenzó en Túnez. El país norteafricano es un veraneadero de Europa, que produce sol y mano de obra. Y, quizá, por eso y porque los líderes de la independencia en los años 50 pensaron un país moderno, tenga las mejores posibilidades de desembocar en un régimen representativo. De Oeste a Este, dejando a un lado Marruecos donde Mohamed VI sortea con cintura la protesta, nos encontramos con Libia, donde todo apunta a la caída de un megalómano fracasado, Muamar el Gadafi, al que reemplazará una tropilla de desconocidos. El coronel tuvo la mala suerte de dar un golpe en imitación de Nasser en 1969, cuando el presidente egipcio ya agonizaba políticamente y un año después lo hacía físicamente. Así, Gadafi se encontró con un desierto de ubres petroleras y una ideología, el arabismo, en franca bancarrota, y se ha sostenido en el poder por el crudo con que anestesiaba a las 140 tribus que integran una nación, por otra parte, inexistente. Tanto que a una realidad geográfica llamada Libia, para crear un verdadero país habría que adjuntarle libios. Pero sí existe el país como símbolo: Occidente, sin cuya fuerza aérea no habría caído el dictador, está diciendo con los bombardeos que las dictaduras de Siria y Yemen ya no son aceptables.
Siempre en el centro está Egipto, nación histórica de 80 millones de habitantes, que abastece de telenovelas, lengua franca, artistas e intelectuales a todo el mundo árabe, y de cuya suerte los restantes países del arco acabarán por ser deudores. El ejército trató de llegar a un acuerdo con el presidente Hosni Mubarak para que se exiliara y evitar así un juicio, que por su maratónica duración habrá de coincidir inevitablemente con cuantos pasos electorales traten de institucionalizar el nuevo régimen. ¿Democrático? El ejército preferiría un apaño a la turca, pero no la democratizante de Erdogan, sino la fundada por Mustafá Kemal, en la que la milicia, so pretexto de garantizar la modernidad, tuteló durante más de medio siglo los destinos nacionales.
Al norte de Suez se alza un fulcrum político. Es un peso ligero, pero la mayor parte del mundo árabe cree que sin una solución al eterno conflicto de Palestina, jamás habrá paz en la zona. Y en los territorios que ocupa Israel desde 1967 la revuelta norteafricana ha provocado una doble reacción: la legalista y la espontánea. La primera es la que promueve el presidente de la Autoridad Palestina Mahmud Abbas, consistente en pedir a la asamblea general de la ONU el reconocimiento como Estado de lo que resta de tierra no anexionada por Israel. La petición se cursará a fin de septiembre a la Asamblea y no al Consejo de Seguridad, porque el presidente norteamericano Barack Obama ya ha advertido que vetaría cualquier resolución del C. de S. en ese sentido; y como alternativa más digerible para Washington la AP se podría conformar con que la asamblea –que sí aprobó la creación de Israel en noviembre de 1947- la reconozca como Estado, pero solo con status de observador. La AP espera que ese reconocimiento ahonde el aislamiento internacional de Israel, pero lo cierto es que mientras Jerusalén cuente con el apoyo de Washington el sionismo nunca estará aislado. Y la segunda respuesta son los recientes atentados palestinos y las demoledoras represalias israelíes, con grave derramamiento de sangre por ambas partes.
Más al Este aparecen Siria, Yemen y Bahrein, y de fondo, los esfuerzos de Arabia Saudí y los Emiratos para que no desborde la violencia. Siria, que domina el alauismo -secta cercana al chiismo iraní- jamás sufrirá una intervención militar occidental porque si Damasco se viera atacado, haría saltar Oriente Próximo por los aires. Hizbulá en Líbano y Hamás en Palestina, aunque nada partidarios de la mano dura, tendrían muy difícil negarse a una petición de ayuda si, como Sansón, el presidente Bachar el Assad decidiera morir matando. Y algo ´parecido cabe decir del gran aliado iraní. El momento quizá culminante podría llegar en febrero, con la celebración de elecciones supuestamente multipartidistas. Creer, sin embargo, que Bachar el Assad organice unos comicios democráticos exige tanta fe como el dogma de la Inmaculada. Yemen, con su presidente siguiendo tratamiento médico en Arabia Saudí del que puede que no regrese, va de vuelta al tribalismo en que tradicionalmente había vivido, con extensas zonas que no dominan ni régimen ni oposición, y donde podría consolidarse Al Qaeda. Riad interviene, por último, en el emirato de Bahrein, donde se desgañita la protesta de la mayoría chií contra la casa reinante suní, pero los saudíes solo aspiran al mínimo de liberalización compatible con su propio proceso de apertura, que al paso actual consumirá todo el siglo.
La ‘primavera árabe’ es solo un eslogan y la democracia seguirá probablemente siendo una aspiración sin fecha de entrega. Pero lo que parece seguro es que se acabaron las dictaduras de antiguo régimen, respaldadas por un poder norteamericano que ya no asusta a la mayoría ni protege a la ‘clique’ gobernante. Y cuanto haga bascular Egipto la situación o sea capaz Arabia Saudí de contener ese cambio, determinará el futuro.

MUAMAR GADAFI COMO PROBLEMA

M. A. BASTENIER

EL PAÍS el 31 de agosto de 2011

El ‘gadafismo’ seguro que ha dejado de existir. El Libro Verde y sus encantamientos de tercera vía, aunque no más ajenos a la realidad que la versión eurocéntrica de Giddens y Blair, han desaparecido por el sumidero de la historia sin dejar una nota al pie. Pero Muamar Gadafi no ha desaparecido todavía, y por ello constituye un problema para sus presuntos sucesores, el consejo autonombrado de transición hacia alguna parte, con sede recién estrenada en Trípoli.
Al militar libio, que dio un golpe de Estado contra la monarquía el 1 de septiembre de 1969, le pasó algo terrible. Se alzaba contra el anciano monarca Idris en nombre de una gran figura del mundo árabe, inventor en la práctica del pan-arabismo, el coronel egipcio -¡qué enorme atracción tenía ese grado para los golpistas!- Gamal Abdel Nasser. Gadafi quería ser el Nasser de Libia, promover la fusión con Egipto, poner ‘su’ crudo al servicio de la revolución pan-árabe. Pero, modesto capitán de 27 años, cuando tomaba el poder la ideología del ‘padre’ ya era solo una reliquia. Dos años antes, en junio de 1967, el panarabismo había sido apabullantemente derrotado por Israel en las arenas del Sinaí, las colinas del Golan y las callejuelas de Jerusalén, y como posdata, en septiembre de 1970 la muerte del gran líder, aquejado de diabetes y fracaso, enterraba el sueño de un mundo árabe unificado.
Se encontraba así el coronel, huérfano repentino y albacea presentido de un legado en ruinas. Y apenas en el curso de unos años, con la fundación de la Yamahiria, la forma de Estado de las masas que debería resolver los problemas del mundo, el líder libio mostraría los primeros signos de una grave inestabilidad psicológica. El caso no era tan diferente al de Fidel Castro en los primeros 90, cuando la desaparición de la URSS hacía que el mundo se estremeciera bajo los pies del revolucionario cubano y su obra dejase de ser funcional para la historia. La construcción castrista, cualquiera que sea la opinión sobre la misma, tenía sentido en la lógica bipolar de la época y, ya que no libertad, algún beneficio material sí procuró al pueblo antillano, mientras que Gadafi ha vivido 40 años en la soledad ideológica de sus fantasías de redentor universal, con todo el tiempo del mundo para confundir aún más el país, en lugar de crear una nueva Libia.
El coronel necesita seguir creyendo en lo que considera su obra a riesgo de desautorizarse a sí mismo. Mubarak en Egipto y Ben Ali en Túnez podían creer que su mandato dictatorial era bueno para sus países respectivos, pero no ignoraban quiénes eran, ni lo que estaban haciendo. Por eso es posible que Gadafi luche hasta el último partidario, lo que sería particularmente peligroso para la llamada revolución libia porque esta nace con más de un pecado original. Cualquiera que haya visto en tv a la tropa rebelde dirigiéndose en descapotable a un frente imprevisible, comprende que su victoria, a diferencia de lo ocurrido en Egipto y Túnez donde el Ejército tomó partido por la protesta, solo podía deberse al planchado áereo impuesto por la OTAN. La fuerza gadafista se había ido desgastando ante la evidencia de que Nicolas Sarkozy y David Cameron habían invertido tanto en la operación que no cejarían mientras quedara un objetivo indemne. Y si Mubarak en Egipto y Ben Ali en Túnez apenas podían contar con cuatro matones y una menguada clase política, el coronel sí que tenía un seguimiento.
Ni siquiera es preciso, como aventuraban medios árabes en Londres, que Gadafi pueda organizar una guerrilla para crear con ello problemas a la nueva situación. Más de 20 Estados africanos siguen reconociendo el régimen gadafista y aunque la Liga Árabe desea pasar página cuanto antes, la propia Argelia ha demostrado que no apoya experimentos en su vecindario. Gadafi tiene que exiliarse o caer en manos de los ‘rebeldes’ -aunque eso no exija darle muerte- para que esté definitivamente liquidado el Antiguo Régimen. Y aún con ello, si el Consejo de Transición no consigue probar que es capaz de gobernar, esto es restablecer el suministro de agua, electricidad y todo lo que garantizan aún los poderes más escuetos, la presencia de Gadafi izando su bandera en alguna parte del país, seguirá constituyendo un problema. No tanto como para que vuelva el gadafismo, pero sí lo suficiente para que bastantes se interroguen sobre lo oportuno de una revolución, con tan notables padrinos exteriores.

UN NUEVO FANTASMA RECORRE EUROPA

M. A. BASTENIER

El País, 12 de agosto de 2011

Un nuevo fantasma recorre Europa. Una protesta masiva, que apenas puede tener algún parentesco distante con la legítima y pacífica ‘indignación’ de los congregados en la Puerta del Sol, ha degenerado en el Reino Unido en varias jornadas de vandalismo y saqueo. Y lo más curioso de este “grave desorden social” -‘major civil unrest’- como lo ha calificado con pudor de clase la terminología oficial, ha sido como un salto atrás en el tiempo, precisamente hasta esa época del siglo XIX en la que Marx predecía la aparición del fantasma originario. Londres, como otras capitales de Europa, era entonces una aglomeración urbana sumamente peligrosa, en la que imperaba la ley del más fuerte, y tan solo en la madura fase maquinista de la Revolución Industrial pudieron la ciudad y el país contar con una policía capaz de pacificar las calles.
El deterioro de las condiciones de vida y de oportunidades de progreso social, tras el drástico plan de recortes del gobierno conservador de David Cameron, en el contexto de la crisis económica mundial, explican en lo inmediato el estallido de los guetos de Londres y otras ciudades inglesas, pero en el horizonte figuran también, obstinados, los años de neoliberalismo y dejación de Estado durante el mandato de la señora Thatcher, la primera ministra cuyo mayor placer era decir que ‘no’ a Europa. Hoy, ante el desmadejamiento de la Europa del euro, la ‘dama de hierro’ podría incluso pensar cuánta razón tenía en reducir al mínimo practicable para mantener a Europa como cliente, la integración británica en la UE. Pero se equivocaría. Ese déficit político, que sufre la Unión Europea a causa de líderes como Margaret Thatcher, se encuentra en la base misma de la incapacidad comunitaria para combatir o, mejor aún, prevenir la crisis. Más Europa y no menos es lo que hace falta para combatir la desarticulación social. Pero, a medida que se amplía el enfoque del problema, aparecen nuevos factores que nutren el conflicto.
El racismo es condenable, venga de donde venga. Pero no todo él es siempre uno y lo mismo. El factor étnico ha sido central en el estallido de la protesta. La muerte inexplicada de un ciudadano negro a manos de la policía en Tottenham, uno de los barrios más pobres de la capital, dio lugar primero a una protesta pacífica de la comunidad, casi toda de color, ante la comisaría del barrio, pero al día siguiente era ya una orgía de salteadores de comercios y prácticas de la guerrilla urbana contra la fuerza pública.
Las grandes nacionalidades occidentales han sufrido –a semejanza de los autores de la Biblia- una morbilidad recurrente, que podría llamarse síndrome del ‘pueblo elegido’, lo que también es una forma de racismo. La Castilla imperial la padeció en su siglo: “el español es la lengua para hablar con Dios”; un puñado de intelectuales y revolucionarios franceses pudieron sentir que solo un pueblo excepcional podía darle al mundo la declaración de los derechos del hombre; y la Gran Bretaña se inoculó asimismo el virus, quizá, con el triunfo de la Reforma. Véase el ‘God’s Englishman’ de Christopher Hill, el gran historiador marxista del mesianismo puritano inglés en el siglo XVII.
Cuando reventaron hace unos años los ‘bidonvilles’ de París y otras ciudades francesas, sus protagonistas, mayormente de origen norteafricano, protestaban porque siendo muchos de ellos ya naturales del país, no creían recibir los beneficios acreditados a esa condición. La tumultuaria refriega inglesa va, sin embargo, más allá: separados, bueno, pero iguales. Las clases rectoras británicas tienen interiorizada la convicción de una superioridad innata que en Francia y en España es obvia, folklórica y declamatoria, como sus respectivos racismos. La superioridad anglosajona no es exhibicionista, pero igualmente crea guetos. Francia, glotona de legalidad, prohíbe el velo islámico en las escuelas, porque quiere regular hasta el último detalle de la grandeza de la nación. El Reino Unido, en cambio, contempla con indiferencia la prenda como si fuera únicamente de vestir. Pero esa falta de fe británica en el poder de la ley para reformar la realidad es la gran aliada del statu quo. Son los llamados usos y costumbres.
Europa va a salir muy desmejorada de esta crisis, que ya puede calificarse de depresión, tanto material como moral. Los ‘indignados’ son en España una justísima manifestación ciudadana, muy diferente de la ‘premier league’ anti-democrática de Inglaterra. Pero que nadie dé por sentado que la enfermedad no puede declararse en ningún otro lugar.

J.M. Keynes que estás en los cielos

M. A. BASTENIER

El País, 3 de agosto de 2011

En retrospectiva, que es cuando no hay que probar nada y nada se puede desmentir, vaticinemos que el presidente Obama y sus oponentes tenían que llegar indefectiblemente a un acuerdo; que ni el presidente ni el partido republicano que domina la Cámara excitado por el rencor nativista del ‘tea-party’ –pronúnciese tipári- podían permitirse el lujo de dejar que Estados Unidos sufriera la primera suspensión de pagos de su historia. Acuerdo ha habido –ayer lo votaba el Senado- pero de mínimos, y cómo exige el reality show de la política norteamericana, apenas a unas horas de que el Estado tuviera que cerrar la ventanilla. Se elevaba el techo de la deuda externa y reducía modestamente el gasto.
La tentación de una bella geometría llevaría a pensar que los dos centros, el republicano del líder de la Cámara John Boehner y el demócrata de Barack Obama, cedieron para llegar a una transacción desoyendo a sus alas radicales, el ‘tipári’, y los ‘liberales’ del partido presidencial. Pero nada sería más falso porque el hombre de la Casa Blanca por pragmatismo, necesidad, o debilidad de convicciones, había aceptado que el debate se instalara en el mejor de los casos en el centro-derecha, y si la facción ultra no consiguió todos sus objetivos -que el Estado hiciera virtualmente las maletas- la ‘izquierda’ demócrata, que a lo sumo se puede comparar a la socialdemocracia europea, tampoco pudo lograr que se subieran los impuesto a los más acomodados. Los únicos radicales son los primeros.
Es posible, como algunos dicen, que la estridente presión del ‘tipári’ solo sirva para asegurar la reelección de Obama, porque la opinión no quiera arriesgarse a elegir a un extremista, o incluso a un republicano moderado por el temor a la influencia que sobre su persona pudiera ejercer ese grupo de botarates de la política. Pero lo que sí ha conseguido es desplazar el debate hacia la ignominia, en una especie de maccarthysmo de la etnicidad, porque la circunstancia de que Obama sea negro late apenas bajo la superficie de acusaciones tan infundadas como la de que no es legítimo presidente porque no nació en Estados Unidos, o, en el colmo del ridículo, que es socialista. Y, quizá, por ello el líder demócrata se aplica tan denodadamente a demostrar todo lo contrario, como cuando ‘reconocía’ recientemente que la creación de la Seguridad Social ampliada había contribuido a engrosar el déficit. ¿Y a qué, si no, han contribuido las guerras de Irak y Afganistán?
Las espadas se mantienen, sin embargo, en alto. El acuerdo es solo provisional y tendrá que completarse con nuevas medidas de ahorro antes de fin de año, a cambio de lo cual los recortes sociales han sido relativamente menores, no se ha tocado la Seguridad Social, y sí se ha manoseado el presupuesto de Defensa, pero los tajos llegarán, en especial para las clases medias. El economista norteamericano Paul Krugman escribía el pasado 1 de julio: “Hemos contemplado con horror la emergencia de un consenso a favor de una política de austeridad, y también cómo se convertía en lugar común la necesidad de recortar el gasto, pese a que las mayores economías del mundo están deprimidas. Semejante posición se basa en lo que caritativamente podríamos llamar ‘hipótesis especulativa’, y no tan caritativamente, ensoñaciones de parte de la élite política”. San Keynes que estás en los cielos. Y lo que de fondo se discutía en ese forcejeo era muy simple: más o menos Estado; elegir entre preservar lo intocable, que era lo que hay que suponer que pretendía el presidente, o reducir el Estado a su mínimo funcional, lo que, como promete el neoliberalismo, es posible que favorezca la creación de riqueza, pero está probado que no contribuye a la equidad en su distribución.
En la batalla por la opinión pública todos han pagado el precio de esa prolongada escenografía del acuerdo in extremis. Obama registraba su cota más baja de popularidad, menos del 40%, y el oficio de congresista, de cualquiera de los dos partidos, a ese mismo nivel. La imagen que por ello queda para el elector es la de un jefe del Ejecutivo débil, a remolque de los acontecimientos, y que recorre gran parte del camino para aplacar a sus adversarios, sin que, así, logre tampoco acallar el griterío, pero sí, en cambio, desilusionar a muchos de los votantes que hicieron la diferencia en noviembre de 2008. El “Yes, we can” no apuntaba en esa dirección.

Ollanta y la extraña familia

 M. A. BASTENIER

El País, 27 de julio de 2011

Ollanta Humala asumirá mañana la presidencia de Perú, el segundo indígena elegido democráticamente para el cargo, aunque en realidad es el primero porque su antecesor Alejandro Toledo quería ser pos-racial. Y el país se pregunta cuál de los diversos Humalas que ha encarnado desde su derrota ante Alan García en 2006, entonces chavista y hoy centrista escolarizado, jurará la constitución. Pero la disyuntiva estaría mejor representada si se habla de antiguo o moderno, lo que no quiere decir a priori ni bueno ni malo, como demuestran la veterana Ilustración y el novísimo terrorismo internacional. En esa pesquisa veáse la familia.
Su padre, Isaac Humala, fundó el ‘etnocacerismo’, creencia más que ideología que se encomendaba al mariscal Avelino Cáceres, héroe de la guerra contra Chile (1879-83), y pronunciaba una lapidaria invocación: ‘América para los americanos’. Pero solo para los cobrizos. No hace mucho se habría tachado ese credo de antediluviano, pero la elevación de Evo Morales a la presidencia de Bolivia lo actualiza. Su hermano Antaro fue condenado a 25 años de cárcel por una sangrienta asonada en 2005, conocida como el ‘andahuylazo’ por la localidad en la que su tropilla asaltó una comisaría de policía. El golpismo parecía definitivamente desterrado de América, pero el derrocamiento del presidente hondureño Manuel Zelaya en 2009 aconseja moderar todo optimismo. Otro hermano, Alexis, se presentó recientemente en Moscú como enviado de Humala con autoridad para firmar acuerdos, lo que tuvo que desmentir con precipitación embarazosa el hermano presidente. Y eso es tan antiguo como moderno, porque la explotación de la familia no desaparecerá jamás del mundo católico latino. El elemento, con todo, más significativo de esas interioridades es la esposa, Nadine Herrera, de la que un cable -Wikileaks- de la embajada norteamericana decía que era “el cerebro radical, tras Humala”. Modernidad a tope, puesto que el papel de ‘eminencia gris’ parecía reservado al hombre.
El Ollanta Humala que ganó las elecciones parece, sin embargo, otra persona. Sus dos grandes asesores de campaña, Luis Favre y Valdemir Garreta, sirvieron al presidente Lula, el inventor de la ‘derecha de la izquierda’, y fueron quienes lo indujeron a mudar de polo rojo a traje y corbata, y aquí sí que el hábito seguramente hace al monje, en medio tan icónico como América Latina. Llama también la atención que se haya revelado como “católico comprometido’, al igual que el presidente ecuatoriano Rafael Correa y el propio líder bolivariano Hugo Chávez, lo que ya es moda en este siglo XXI. Y los dos primeros nombramientos económicos, Luis Castilla, viceministro de Hacienda con Alan García, y Julio Velarde ratificado como presidente del Banco Central, son un bálsamo para todos los que hicieron caer la Bolsa el día de su triunfo electoral.
Ollanta Humala tendrá que conciliar extremos. En primera vuelta un 65% de peruanos se declaraban irrevocablemente contrarios al excomandante, y si derrotó a Keiko Fujimori tuvo que ser por el respaldo -aunque fuera tapándose la nariz- de Alejandro Toledo y Mario Vargas Llosa. Los que le votaron lo hicieron para que atacara problemas como ese 20% de familias que carece de agua potable, sanitarios o electricidad; un exiguo gasto social del 8% del PIB, cuando en Chile es del 19% y en Brasil del 26%; y, con el 9%, la recaudación fiscal más deprimente del mundo andino. Y esa síntesis, signo de modernidad, habría de estar coronada por un imprimatur de buen comportamiento internacional. ¿Pero es posible semejante cuadratura del círculo? Como dice Alejo Miró Quesada, principalísimo periodista peruano y expresidente de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP): “La desconfianza la azuzan sus socios políticos, aquellos del grupo original que lo lanzó a la presidencia, de los que muchos son de una tendencia comunista a la ‘antigua’ como Patria Roja o sindicatos como SUTEP –vinculado a la enseñanza- que exigen poder para saciar sus apetitos ideológicos”.
Los ejemplos de la familia política a la que pertenecía Humala en su primera aventura electoral son variados pero con un fondo común. El presidente venezolano Hugo Chávez suena antiguo por su caudillismo e incluso prehistórico cuando invoca a Maisanta, un guerrillero revolucionario del pasado, pero es eterno por su carisma contemporáneo; Evo Morales, con su revolución indígena, no es moderno ni antiguo, sino que habita, astralmente, en otra dimensión; y Rafael Correa, al que su carácter tecnócrata avecindaba a la modernidad, parece hogaño decidido a refugiarse en un autoritarismo secular.
Entre tan extraña y heterogénea familia Ollanta Humala aún tiene que elegir. Perú espera.    


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  • Los escandalos contra la Prensa

    (Publicado en El Espectador de Bogotá, julio 2011)

    M. A. BASTENIER
    No faltará quien hable por ahí de los ‘escándalos de la Prensa’ a cuenta de Rupert Murdoch y su ‘News of the World’, y de lo que la ‘Justicia’ ecuatoriana pretende hacerle a ‘El Universo’ de Guayaquil, pero, muy diferentemente, nos encontramos ante sendos escándalos contra la Prensa.
    Cuando hablamos de ética periodística, puede que el lector medio piense en un texto al que quepa aplicarle una especie de detergente para asegurarse de que va a imprenta –o al éter de lo digital- con todos los pronunciamientos morales necesarios. Pero las cosas no son exactamente así. Ética y periodismo profesional son una misma cosa; no hay periodismo ético y otro que no lo es, sino que este último será propaganda, manipulación, engaño o lo que ustedes quieran, pero nunca periodismo. Es cierto que podrá contener elementos de técnica periodística, pero al servicio de algo que no es periodismo, igual que los atracadores de un banco pueden utilizar sus conocimientos de hidráulica o de fontanería para hacerle un agujero a una pared para abrirse paso. El periodista debe cumplir con exigencias profesionales: verificación, dar la palabra a todas las partes, no preferir una conclusión a otra, y así lo que está haciendo es periodismo, el único que existe. Y eso es lo que ha vulnerado el equipo de News of the World, para lo que hay, sin embargo, un trasfondo y una explicación aún más pavorosas.
    Más allá de las chuzadas de esos supuestos periodistas no hay sino la desesperación de quienes saben o temen que la Prensa impresa está condenada sino a desaparecer de golpe, sí a una lenta delicuescencia. Y en lugar de defenderse con las armas del ingenio, de la mejor investigación periodística, de la capacidad de recrear el mundo como nadie y con un material que para abreviar llamaremos de ‘agenda propia’, se han entregado al delito, a la vulneración de los derechos de las personas, a hacer, en definitiva, todo menos periodismo. La Prensa británica, la francesa, la italiana, la alemana, la española con contadas excepciones pierde hoy plata, por la crisis general y por la específica del papel, que se nutren recíprocamente, y no hay motivo para creer que América Latina esté indefinidamente inmune a ello. Pero el problema de Murdoch no es el del semanario británico, sino el de un imperio al que se le están poniendo las cosas feas, en especial después de tener que renunciar a hacerse con la cadena Sky. Y a eso es a lo que responde ese anti-periodismo practicado con la connivencia de conspicuos representantes del poder político.
    El diario de Guayaquil vertió en un artículo graves acusaciones aunque de una manera un tanto difusa, como quien dice ad kalendas, por una fusilada que presuntamente el presidente Correa ordenó contra una masa de ciudadanos que pretendían asaltar el hospital en el que se refugiaba. Y por eso, no atendiendo a la oferta de rectificación del diario, un juez, sin duda muy solícito, ha dictado tres años de cárcel para los responsables y una indemnización de 40 millones de dólares. ¡Atención! No de 80 millones como pedía la acusación, sino 40, que para el magistrado debe ser la cantidad exacta con la que se mide esa clase de reclamación, y como dice Simón Pachano en Infolatam 600 veces el monto con que se indemniza a la familia por una muerte culposa en accidente de tráfico. ‘El Universo’ lanzó una acusación hipotética, debatible, grave, que hay que demostrar, pero sin intención delictiva. Una rectificación habría puesto fin al problema y el presidente habría quedado hasta como generoso. Pero la condena es disparatada, injusta y, sobre todo, aviso de navegantes: la Prensa ya sabe el riesgo que corre. Y no es ocioso recordar que hace dos semanas comenzaba a contar un periodo de 18 meses para renovar a fondo, y hay que temer que a gusto de la presidencia, la judicatura.
    Y si el caso de Murdoch echa un baldón sobre la prensa británica, que ha sido siempre la mejor de Occidente y de la que hemos aprendido todos, recordemos que The Guardian no ha hecho jamás nada parecido, que el Financial Times sigue siendo el mejor diario económico al menos del entorno europeo, y que ambos, entre otros, están tan interesados como el que más en que se haga justicia y paguen los culpables. En el caso ecuatoriano las brumas son especialmente ominosas. El presidente Correa quiere, sin duda, lo mejor para su país, y el tipo de cambio que persigue no puede sino chocar con una densa madeja de intereses que le van a seguir haciendo la vida imposible. ¡Pues, que le vamos a hacer! El asalto a la libertad de expresión no puede ser jamás la respuesta. La búsqueda de la Justicia social sin libertades democráticas, al final resulta que ni es justicia ni es democracia.