domingo, 10 de febrero de 2013

EL REPLIEGUE

M. A. BASTENIER

El País, 11 de julio de 2012

No es abandono, tampoco del todo retirada, pero sí repliegue. Washington ha elevado Afganistán a la categoría de ‘aliado esencial’ fuera de la OTAN, algo así como el Nobel de la geopolítica norteamericana. Otros 14 países, entre ellos Israel, Japón y Egipto, ya gozaban de esa distinción. Pero el anuncio refrenda el fin de un ciclo, iniciado con las operaciones en Irak y el propio Afganistán.
    La secretaria de Estado Hillary Clinton ha querido resumir el futuro de Estados Unidos en el país asiático en un tríptico: ‘Fight’ (luchar); Talk (negociar); y Build (construir). Padre, hijo y Espíritu Santo. Hará falta la intervención del Altísimo, porque los resultados hasta la fecha han sido muy modestos. Como cuenta Rajiv Chandrasekaran (‘The War within the War for Afghanistan’) al contingente occidental le ha faltado “dirección central”, el Ejército de Tierra norteamericano “libra una guerra, los Marines, otra, y los británicos, ninguna”. Y en 2014 concluirá la presencia de tropas de primera línea de Estados Unidos y aliados, entre ellos España. Permanecerá, por supuesto, un contingente de Washington, que se evalúa entre 10.000 y 30.000 efectivos para custodia de instalaciones y fuerzas de apoyo, quizá en patrticular a la aviación a la que se requerirá, como se hizo con el Vietnam de Van Thieu hace 40 años, que machaquen al talibanismo; si lo encuentran. Pero guerras terrestres nunca más. Como la Inglaterra imperial del siglo XIX.

    La situación se diferencia, sin duda, de la que obraba en el Sudeste Asiático. No hay comunismo que abatir, aunque exista como suplente accidental una versión extrema de la fe islámica; nunca ha habido medio millón de soldados norteamericanos, expuestos a sufrir cientos de bajas a la semana; el enemigo no está lastrado por un parque temático en retaguardia –Vietnam del Norte- que machacar impunemente; y Pakistán mal puede competir con China como santuario y despensa de insurgentes. Pero no por ello Afganistán deja de ser una réplica en miniatura de aquel Vietnam. Estados Unidos se retiraba a comienzo de los 70 confiando en que la fuerza aérea bastara para impedir el triunfo de Hanoi, pero el Congreso prohibió que siguiera la guerra desde el aire, lo que pudo contribuir poderosamente al hundimiento de Saigón. Es posible que Washington hoy espere que a falta de grandes objetivos talibanes que destruir con el fragor de las superfortalezas, pueda hacer lo mismo con el sigilo de los ‘drones’ (aviones no tripulados).

    Todo comenzó en Indochina, hasta el punto de que pudo atribuirse al llamado ’síndrome de Vietnam’ el rechazo de la opinión norteamericana a otras aventuras exteriores. Durante un tiempo se argumentó que la  victoria, inicialmente fácil, en las dos guerras del Golfo -1991 y 2003- había liquidado ese trauma posbélico. Pero hoy es más razonable ver Irak y Afganistán como recaídas relativamente menores en aquella larga convalecencia. Son esos dos conflictos los que han puesto fin al síndrome de Vietnam, pero con la victoria del síndrome. Y aquí es donde entra en juego la ‘Pax britannica’.

    Inglaterra construyó en el siglo XVIII la mayor flota de guerra que el mundo ha conocido, como compensación a una extrema reticencia a implicarse en conflictos terrestres. Hasta la guerra de Sucesión española (1700-1715), con las victorias del duque de Marlborough, no hubo importantes contingentes británicos en el continente, y Gibraltar lo tomó el almirante Rooke, no un general. La misma victoria de Waterloo (1815), que se apuntó al haber de Wellington, se obtuvo con una presencia mucho mayor de prusianos y belgas que de ingleses. Hasta 1916, mediada la Gran Guerra, no se estableció el reclutamiento forzoso en las Islas, decretado entonces por el liberal David Lloyd George. Y uno de los grandes prodigios de la historia del colonialismo fue el control del subcontinente indostánico, cuatro millones de kilómetros cuadrados, durante gran parte del XIX, con apenas 36.000 funcionarios y soldados. Un modelo a envidiar por Washington.
    Cuando el presidente Obama anunciaba el 18 de noviembre pasado en Australia la reorientación de los intereses estratégicos norteamericanos hacia el Pacífico, subrayaba sin mencionarlo el virtual abandono de Irak, y la miniaturización de sus preocupaciones en Afganistán. Estados Unidos nunca podrá reducir su presencia terrestre en el área como hizo Gran Bretaña hace siglo y medio, pero la flota concentrará en unos años más de dos tercios de sus efectivos en aguas que Pekín considera de exclusiva propiedad. El repliegue de Afganistán es la bajamar de un poder, que es hoy ya un poco menos imperial.                                                                                                                                                                                                           

GUERRA DE PRESIDENTES


M. A. BASTENIER
El País, 18 de julio de 2012
Colombia es tierra fértil en conflictos políticos, pero el actual bate varios récords. Un expresidente, Álvaro Uribe Vélez, le ha declarado la guerra al presidente en ejercicio, Juan Manuel Santos, pese a que ambos están sólidamente anclados en la derecha sociológica, el liberalismo ancestral, una excelente posición económica, y son católicos, criollos, y descendientes de españoles.

     El motivo del enfrentamiento es una presunta traición. El anterior presidente crió a sus pechos, o eso creía él, al que tenía que sucederle, y que en los últimos años de su mandato había sido su ministro de Defensa. Por ello lo presentó en 2010 al electorado como el delfín que continuaría su obra de reducción militar de la guerrilla, FARC; oposición encarnizada al chavismo; alineamiento exterior con Estados Unidos; y mimo especialísimo de las Fuerzas Armadas. Y afirma el uribismo que Santos ha engañado al elector, porque no está haciendo nada de todo aquello por lo que fue elegido. Uribe Vélez tenía un sentido tan intensamente patrimonial del cargo, como para esperar que su sucesor aplicara sus consignas, tal que fueran el catecismo del padre Ripalda.

    Santos persigue, sin embargo, a las FARC con denuedo, aunque alienta otra vía para concluir el conflicto, la aún muy distante del diálogo; ha cesado en la guerrilla política contra Venezuela para restablecer una fructífera relación económica entre ambas naciones; mantiene una excelente relación con Washington, aunque exhiba maneras de política exterior independiente como su tentativa, quizá demasiado ambiciosa, de convertir a Colombia en el centro geoestratégico de América Latina; y, reputadamente, tiene descontenta a una parte de las FF. AA.

    En lo que cabe calificar de esfuerzo de modernización del país, el presidente Santos, como el malabarista de circo, puede que haya aspirado a sostener demasiados platos en el aire al mismo tiempo, y algunos se le han caído. Ha prometido mucho y entregado relativamente poco. Y como dice el periodista Antonio Caballero: “se le empezó a venir el escaparate al suelo”. Este año se han acumulado las malas experiencias: fracaso estrepitoso con una reforma de la Justicia que en el Congreso se transformó en un ‘passe-partout’ para la impunidad de los legisladores; grave menoscabo de la seguridad ciudadana, tanto por la delincuencia común como la acción terrorista, hasta el punto de que las FARC actúan objetivamente hoy en favor del uribismo; algún fru-frú de sables; lentitud exasperante en operaciones a las que se dio muchísimo aire como la restitución de tierras; y la semana pasada, el fiasco de la visita a una comunidad indígena bajo el fuego oportunista de la guerrilla.

   Ante esa situación, Uribe plantea un asalto en toda regla al poder. Pero como es, seguramente, el ciudadano más imposibilitado por la Constitución para presentarse como candidato, necesita un alter ego, un presidente por delegación, como habría querido que fuera Santos. Y ya tiene sucedáneo medio colocado, Oscar Iván Zuluaga, del que el cruel gracejo periodístico dice que lo tiene fácil porque “de entrada ya parece un muñeco”. ¿Qué posibilidades tiene esa arremetida singular del uribismo? Daniel Samper Pizano cree que es positivo que se arme un gran partido de la derecha sobre la base del conservadurismo –‘conservatismo’ en colombiano- e importantes sectores del partido liberal, para despejar la caliginosa atmósfera política, y a Caballero le parece incluso bueno para Santos -se supone que por el contraste- contar con semejante adversario. La analista Claudia López sostiene, sin embargo, que si el presidente no obtiene pronto éxitos de gran impacto, puede resultar vulnerable a la ofensiva de su anterior jefe.

    Las aspiraciones uribistas de disponer en 2014 de un presidente por poderes las encarna un partido presentado a la afición en los salones de El Nogal, el más renombrado punto de encuentro del establecimiento bogotano, que se llama Puro Centro Democrático, salpicón de personalidades que van desde un teórico centro-izquierda hasta la derecha extrema, y entre sus voces más cualificadas se halla un prófugo de la Justicia, otro al que la Justicia ya ha alcanzado, y enjundiosos hacedores de reyes como José Obdulio Gaviria Escobar, considerado eminencia gris del expresidente. Finalmente, en un país donde política y periodismo se escriben a menudo con la misma letra, profesionales de la pluma no le habrán de faltar.
     Álvaro Uribe Vélez, convencido al parecer de que su destino y el de Colombia son inextricables, ha lanzado el mayor órdago de una carrera que fue ciertamente exitosa durante la mayor parte de sus dos mandatos únicos y consecutivos. Hasta la fecha.   

EL NIETO DEL PRI


M. A. BASTENIER
El País, 4 de julio 2012

Enrique Peña Nieto, elegido presidente de México como la humanidad entera predecía, lo es doblemente, de apellido materno, y como nieto o tercera generación de los grandes dinosaurios de su partido, el PRI, que consolidaron en los años medios del siglo pasado una formación política que gobernaba con todos los ases en la mano y las corrupciones que estimara necesarias, pero también con una cierta capacidad de construcción de Estado. A los 18 años de la última elección de un candidato priista, Ernesto Zedillo en 1994, y con Peña Nieto, el primero de su partido elegido democráticamente, la opinión tiene derecho a preguntarse ¿cómo es el PRI que recupera el poder? Y ¿quién es el candidato electo que lo representa?

    La especulación crítica teme la vuelta de un partido hecho a las mañas del autoritarismo, la trampa y el desfalco de caja. Pero 2012 no se parece a los años finales del siglo pasado. El escritor y político Jorge Castañeda subraya la formación en el país de una burocracia profesional que actuaría como freno y control del poder, cualquiera que este fuese. El exceso dictatorial parece en las actuales condiciones imposible, pero tampoco garantiza con ello el buen gobierno. Peña Nieto, que admira a Adolfo López Mateos (1958-64), presidente de esa generación intermedia entre los fundadores en los años 20 y los contemporáneos del priismo, se define como un hombre sin definición, ante todo pragmático, atento primordialmente a  los resultados. El historiador Enrique Krauze cree que pertenecer a una tercera generación de sucesores de los  dinosaurios del partido es, de rebote, su mejor baza: “Parte de su atractivo reside en que los jóvenes no vivieron la época del PRI, y piensan que entonces hubo paz y orden, y creen que su retorno al poder significará eso”. Porfirio Muñoz Ledo, implacable adversario en las filas izquierdistas del PRD, es, en cambio, devastador: “México no se merece volver a ser gobernado por un analfabeto”, con lo que hace uno solo de Vicente Fox, (PAN, 2000-2006), y el propio líder priista, que en campaña no supo decir cuál era su libro preferido. Pero nadie niega que tiene cabeza para la política, siquiera sea con p minúscula: “Trae la política en la yema de los dedos; información en la sala primera del cerebro; y una carta de navegación en la mano” (Ciro Gómez Leyva, ‘Milenio’).

    El primer problema del presidente electo es la violencia desencadenada por la lucha contra el narco, que ha causado más de 50.000 muertes durante la presidencia del derechista Felipe Calderón (2006-2012). Y, de nuevo, la opinión adversa recela de que busque alguna componenda con los principales carteles, que permita reducir el estrés ciudadano por el derramamiento de sangre. El representante de Peña Nieto ante la Prensa internacional, Arnulfo Valdivia, argumentaba recientemente en Madrid, que el anterior mandatario había golpeado al narco “solo con los puños” –el Ejército- cuando hay que usar la cabeza”: información, infiltración, espionaje electrónico; es decir, el CSI a la mexicana. El futuro presidente retirará a los militares de las calles y creará una gendarmería federal de 40.000 efectivos, inspirada en el Cuerpo de Carabineros colombiano, para lo que ha contratado como asesor al policía mejor considerado en toda la historia de Colombia, el general Oscar Naranjo. Esta fuerza responderá únicamente ante el Gobierno y actuará pasando por encima de los 2.000 cuerpos de policía ya existentes, tratando de despresurizar la cobertura mediática de la violencia para una opinión que ya no puede dar crédito al aluvión de ‘éxitos’ pregonados en el combate contra la delincuencia, que, sin embargo, inflan en vez de aminorar las estadísticas de muerte. ¡Cuantas veces se ha anunciado la captura del enemigo público número uno! para comprobar que el surtido  era inagotable.

    Enrique Peña Nieto, 45 años, telegénico esposo de una estrella del melodrama televisivo, es un híbrido al que rodean tecnócratas de Harvard, y dinosaurios del periodo pre-cámbrico, sin que nadie sepa por qué especie se decantará. El profesor García Rivera se plantea el interrogante de un presidente entre Ave Fénix y  pterodáctilo. Y enfrentado al izquierdista López Obrador, que se desprestigió orquestando una histriónica sublevación civil tras las elecciones que perdió en 2006, y a una Josefina Vázquez Mota, del PAN, que cargaba con el peso del fracaso en la lucha contra el narco, al nuevo presidente podría convenir lo que el vizconde de Ségur dijo de Napoleón: “aquel que no gusta del todo a nadie, pero al que todos prefieren”.

CRITICA DE LIBROS


RECUERDO DE UN HISTORIADOR
"Elogio de la historia en tiempo de memoria", Santos Juliá, Edit.
Marcial Pons, 238 páginas

Por M. A. BASTENIER
Babelia, El País, 7 de julio de 2012

No sabíamos que Santos Juliá ha sido casi un historiador sobrevenido; que iba para sociólogo y que la natural tendencia expansiva de la naturaleza humana, a lo que el autor llama “pluralismo y nuevos territorios”, le convirtió en historiador de sus propias preocupaciones intelectuales. Y de ellas nos confiesa, porque el libro algo tiene de confesional, que la primera fue interrogarse sobre la razón de que se apagara tan rápidamente el entusiasmo con que fue recibida la II república.

     El libro tiene su origen en una conferencia, y quizá por ello se organiza en varias capas, como una emulsión prolongada. Es una historia personal con más historia alrededor que peripecia personal; una historia muy sintetizada de la transición; y un ensayo sobre la transición de la historia, que es donde se halla más próximo a confesarse el autor. El Santos Juliá historiador lo quiere todo a la vez, en los tiempos en los que el estudio de la historia se ramifica en inter-disciplinariedades, y en el que se suceden las escuelas de pensamiento, los abraza a todos y a ninguno con exclusividad.

   Y en ese viaje hace una declaración que vale por todo un acto de fe: “(…) el escritor público (ha de actuar) como observador comprometido, sin sustituir al lector, que será quien deba sacar sus propias conclusiones, sin ocupar el lugar del poder, ni de la oposición, pero tampoco un ilusorio lugar intermedio, sino el propio del intelectual en democracia (…) es el papel de observador crítico, tal como lo veía Raymond Aron”.  Es el historiador que construye un edificio intelectual sin preferir que le salga gótico flamígero o románico medieval; que no es neutral, porque no hay juicio de valor que lo sea, porque el mismo orden en que se disponen los párrafos implica ya algún parti pris, sin que eso tampoco le haga partidista, porque sigue sin preferir conscientemente nada.

    En el párrafo citado, el autor, quizá por su frecuentación del espacio periodístico, ha hecho una definición perfecta de lo que debe ser un periodista profesional. Coloquemos el término ‘periodista’ en lugar de ‘escritor público’ u ‘observador crítico’, y la definición queda impecable. Y ya, puestos a hacer juegos de manos, probemos a sustituir esos términos por un nombre al que Santos Juliá profesa una devoción especial: Manuel Azaña, y el párrafo seguirá funcionando perfectamente.

    La ajetreada oscilación entre apología de la memoria, vicisitud profesional, viñetas de la transición, y en la última parte debate y réplica a los que han sostenido –contra toda evidencia, como demuestra el autor- que la España contemporánea no quiere recordar su tumultuoso pasado, tiene como consecuencia que en ocasiones los temas se disputen un mismo espacio, pero enriqueciéndolo como dialéctica. Y, por ello, nos hallamos, en cierto modo, ante varios proyectos y un solo libro. Pero la memoria de un historiador como Santos Juliá es siempre digna de fructífera recordación.