domingo, 13 de mayo de 2012

RUSIA RECLAMA EL SIGLO XVIII


M. A. BASTENIER

El País, 28 diciembre 2011

El Siglo de las Luces se proyecta aún hoy sobre el mundo occidental con poderosa influencia. Si en España solo dio de sí en el siglo XIX para las guerras liberal- carlistas, que mal cerró la Restauración, en Inglaterra, en cambio, se vio coronado por dos grandes reformas electorales -1832 y 1868-, que anunciaban la democracia; en Alemania alumbró una vía intermedia –el ‘sonderweg’-; en Francia inició la era contemporánea con la revolución de 1789; e incluso en la descolgada Rusia tuvo consecuencias.

   En 1825 estalló la revolución de los liberales decembristas, sofocada por el zarismo; en 1861 el autócrata Alejandro II consideró prudente soltar lastre liberando al campesinado de una servidumbre medieval; y en 1905 un ensayo de revolución tuvo que ser ahogada en sangre, pese a lo que generó otro retroceso menor del absolutismo: la legislación que condujo a las primeras Dumas y un balbuceante parlamentarismo.  El siglo XIX fue, aún más significativamente, el de Tolstoy, cuya novela ‘Resurrección’ podría servir de metáfora contemporánea a la protesta popular en Rusia; el de Turguenev, crítico de una aristocracia que formaba parte de aquella Europa de las Luces; y, más que ningún otro, del joven idealista de ‘El jardín de los cerezos’. Todos ellos podrían estar hoy en las calles de Moscú clamando contra ‘la democracia vigilada’ del primer ministro Vladimir –‘Batman’- Putin y su acomodaticio Dimitri -‘Robin’- Medvedev . Y si no hubiera elegido el atajo del marxismo, rebautizado leninista, Vladimir Ilich también habría estado allí, como europeísta que era, pero difícilmente acompañado por Dostoyevski, nacional pan-eslavista de extrema derecha.

     Tras ese siglo XIX, el periodo bolchevique constituyó, pese a sus mejores intenciones, un paréntesis para la bipolaridad. Rusia se encaminaba en los años que precedieron a la Gran Guerra hacia lo que el comunismo llamaría democracia burguesa y hoy, simplemente, democracia occidental, etapa que Lenin se quiso saltar para edificar impacientemente el comunismo desde que puso el pie en 1917 en la Estación Finlandia de Moscú.

     A la auto-destrucción de la URSS en 1991, siguió la transición alcoholizada pero ávida de democracia de Boris Yeltsin, que ofreció al país lo más inicuo del capitalismo sin casi ninguno de sus grandes respiraderos. Así fue como un nuevo ‘zar’, experto en manipulaciones pre y pos-electorales, pudo ser recibido como el Mesías de la estabilidad y de la recuperación económica. Su seguimiento, que llegó a reunir a más del 50% de la opinión, entró, sin embargo, en recesión, en las recientes elecciones legislativas. Y lo que es más notable, no pocos de los que se manifiestan contra la estafa electoral, pueden haber sido hasta hace poco votantes de esa misma estabilidad. Clases medias, profesionales liberales -todo lo contrario de las revueltas del hambre en el Norte de África- forman las huestes de lo que Tocqueville identificó como el nervio central de la Revolución, aquellos que habiendo mejorado de status, no ven razón alguna para que ese progreso no esté servido por nuevas y mayores  libertades individuales.

    Comparar conmociones sociales coetáneas siempre resulta muy agradecido. Entre los indignados de la Puerta del Sol, Wall St., Londres, o los revolucionarios de Tahrir nunca faltará algo en común: el rechazo de lo presente, cuales quiera que sean la ira y los objetivos de los que protestan. Pero entre el mundo árabe y el eslavo las diferencias son de fondo. Rusia, aún con su desfase de la historia europea, puede reclamarse de un pasado que ilustraron Gran Bretaña y Francia; donde estén Voltaire y Diderot, no faltarán Newton, Darwin o Adam Smith. Y, en cambio, el Islam árabe, por mucho que una parte de sus actuales revolucionarios quiera sinceramente adoptar el ordenamiento político occidental, no puede olvidar que esas dos potencias europeas fueron en el siglo XIX los grandes agentes de la conquista colonial, y sus intelectuales, los profetas y propagandistas del ‘orientalismo’, la visión del ‘otro’ que pulverizó  Edward Said. Por eso, los indignados de El Cairo, los sacrificados de Damasco, y los sublevados de Bengasi, tienen que reinventarse un pasado que les conduzca a algún tipo de democracia, lo que no es el caso de los rusos.

     La modernización que desencadenó en Rusia Pedro el Grande a comienzos del siglo XVIII, y de la que le complacería que se le considerara epígono a Putin, tiene ya otros candidatos. En marzo habrá elecciones presidenciales para las que el primer ministro sigue siendo favorito. Pero el siglo XVIII seguramente no ha dicho todavía la última palabra.
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'LES ANGLOSAXONS'

M. A. BASTENIER
El País, 14 de diciembre 2011
Esto no es la Europa a dos velocidades, que ya existía, e incluso a varias más. La negativa del Reino Unido a la creación de algo parecido a un control de las políticas fiscales de los 27, no por previsible es menos trascendental. Es la división de la UE en una Europa + y una Europa -; veintiséis miembros de la primera y uno solo de la segunda. Adivínese cuál.

    Es virtualmente imposible determinar qué le conviene a una nación, primero porque cualquier nación es una suma heterogénea de voluntades solo unificables por defecto, es decir, por decisión de su gobierno; y segundo porque sería una pedantería insufrible comunicarle al prójimo lo que le conviene.  Por ello la decisión británica de anteponer la independencia de la City a la construcción –o reparación- de Europa, es su ‘realpolitik’. Pero lo que sí cabe es preguntarse por qué Londres se ha hecho así.

     El término ‘euroescépticos’ designa formalmente a los británicos opuestos a una mayor integración de la UE, pero la cosa va mucho más lejos. El euro-escepticismo es, en realidad, una fórmula deliberadamente asexuada para identificar a los enemigos de Europa, y aunque esa aversión sea nominalmente minoritaria, recorre todo el cuerpo de la nación. Y, como suele ocurrir en dilatados procesos de cambio, es también un fundamentalismo, en este caso ‘light’, que adopta la forma de un clamor por el retorno a unos orígenes que nadie sabe ya dónde paran.

    Todo fundamentalismo nace de un temor, y en el Reino Unido lo encarna la desaparición de un mundo posimperial. Cualquiera que haya visitado Inglaterra con alguna asiduidad en el último medio siglo habrá percibido la progresiva europeización del país, el paulatino desvanecimiento de un ‘way of life’, que ya pertenece al mundo de la caricatura y el folklore. Y esa angustia de sentir la tierra que se mueve bajo los pies es lo que da fuerza  a la visión mitológica de la ‘nación imaginada’. La preservación, cueste lo que cueste, del poder financiero británico al que se acredita hasta un 30% del PIB nacional, podrá estar justificada, aritmética al efecto, pero eso no niega el poso histórico sobre que se construye.

    Como nación precavida, Britannia estima que siempre ha tenido a mano una alternativa a Europa: la llamada Relación Especial con Estados Unidos, aquella parábola que Winston Churchill acuñó en marzo de 1946 para encapsular la colosal ayuda que Washington prestó a Londres en la II Guerra, y que un brillante sucesor, el también ‘tory’ Harold MacMillan, tradujo con regusto clasicista como la Grecia británica, sabia asesora de la nueva Roma norteamericana. Pero sin  cuestionar de cuánto valió en su tiempo la metáfora, hoy no pasa de ser un modesto sucedáneo. Cuando Barack Obama declaraba que era “el primer presidente norteamericano del Pacífico” estaba oficiando los funerales del ‘grand large’, aquel Atlántico que un día fue inglés. Y, peor aún, un Reino Unido irrelevante en Europa interesa obviamente mucho menos a Washington, que un socio a parte entera de la UE.

    Ese euroescepticismo, como todos los fenómenos de alguna importancia en la historia, tiene varios siglos de antigüedad. La Reforma protestante en Inglaterra era, al menos a sus inicios en 1538, tanto o más una cuestión política que religiosa. Enrique VIII, además de arreglarse uno, o diversos, matrimonios, estaba proclamando la independencia insular con respecto a una idea simbólica e imperial de Roma. Ese sería, y es, el lugar del Reino Unido en el mundo: impedir con el dominio de los mares que se formara un poder unificador en Europa, primero contra los Habsburgo y en sucesión, Luis XIV, Napoleón y Hitler. El que fuesen de agradecer todas esas intervenciones no niega el por qué geoestratégico de las mismas: impedir  la unidad del continente; es decir, de la UE.

    Y, aunque una Europa sin Londres nunca estará completa, algo positivo cabría desentrañar de la nueva situación. Siempre es mejor trabajar con la realidad que hacerlo solo con nuestras preferencias. Desde el veto del general De Gaulle al ingreso británico en la Comunidad, y la demorada inclusión del Reino Unido en los años 70, nadie ha ignorado en Bruselas que Londres jugaba con las cartas apretadas contra el pecho. Pero nadie quería tampoco cerrar la puerta a una europeización que el nuevo fundamentalismo de las Islas aborrece. La comedia de las equivocaciones podría estar, sin embargo, tocando a su fin. A ese gran problema de Europa le llamaba un militar francés “les anglosaxons”.
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AMÉRICA LATINA Y LA SEDUCCIÓN DE PEKIN

M. A. BASTENIER

El País, 23 noviembre 2011

En 1904 un presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt proclamaba la hora del Pacífico, que estaba preparado, aseguraba, para tomar el relevo del Atlántico, es decir, de Europa. Como buen visionario, se anticipaba a unos acontecimientos, que hoy se están haciendo realidad, pero no con Washington sino Pekín como primer actor.
América Latina aspira a disfrutar su cuota en el fenomenal crecimiento chino y del Pacífico asiático en general, y Pekín busca en la iberoesfera una fuente de materias primas, sobre todo de origen mineral. Entre los países en mejor disposición para ese aprovechamiento, aparte de Brasil que por su gigantismo y reservas de crudo se recomienda por sí solo, están Perú, Chile, Colombia y México, que apuestan por un nuevo eje mundial centrado en el océano de Balboa. Las cuatro naciones ribereñas firmaron este año el Acuerdo de Asociación Transpacífico (Pacific Partnership), que aspira a convertirse en la zona de libre comercio mayor del mundo.
El 60% de las exportaciones chilenas se dirigen ya a los 21 países de la APEC –la zona hormiguea de siglas económicas-; Perú sueña con esa conocida metáfora de Obras Públicas que la convertiría en ‘puerta’ del mundo latinoamericano, en especial de Argentina y Brasil; México trata de reorientar una economía que siempre vio a Asia como rival ante Estados Unidos, país que recibe el 80% de sus exportaciones; y Colombia adopta el goloso eslogan de ‘paraíso de la inversión’. Los ‘cuatro del Pacífico’ sumaron en 2010 el 55% de las exportaciones de toda América Latina, por valor de 438.000 millones de dólares, con un crecimiento de cerca del 25% anual desde 2005. China ya es el primer socio de Chile y Brasil, segundo de Argentina y Perú, y Latinoamérica en su conjunto, el quinto ‘partenaire’ del coloso asiático. Esta semana se ha celebrado en Lima la V cumbre China-América con la presencia de 400 empresas chinas, otras tantas peruanas, y 200 de países de la región. Pekín podría desplazar muy pronto a la UE del segundo lugar, solo superado por Estados Unidos, como comprador y vendedor en América Latina.
Esas cifras contrastan con la hecatombe económica europea, que tiene algo de revancha a ojos latinoamericanos y, notablemente, de la exmetrópoli, que solo dirige un 5,7% de su comercio exterior a sus antiguas colonias, pero no cuentan toda la historia. Las exportaciones de América Latina solo constituyen el 6% del total de importaciones chinas, de las que gran parte corresponde a Brasil; la inversión directa de Pekín es sensiblemente inferior a la que se dirige a otra gran fuente de materias primas, África, y está casi exclusivamente concentrada en la minería. A Latinoamérica le hace mucha más falta China que a China América Latina, por lo que en época de apreturas Pekín tendría la sartén por el mango.
China, que en 1995 importaba 500.000 barriles diarios de petróleo, requería en 2010 cinco millones, y se calcula que su voracidad energética crecerá en un 120% de aquí a 2035. Como informaba ‘The Wall Street Journal’ sobrepasaba el año pasado a Estados Unidos como primer consumidor mundial de energía. Por el momento eso solo afecta en América Latina a Venezuela, que suministra a Pekín 419.000 barriles diarios de crudo, y tiene dificultades en aumentar esa cifra por su generosidad políticamente inspirada con Cuba, Nicaragua e islas antillanas. Por esa razón, Los yacimientos descubiertos en aguas del Atlántico brasileño, y cuya explotación aún no ha comenzado, podría consolidar un eje de intereses entre ambos países, al tiempo que reforzaría las aspiraciones de gran potencia de Brasilia. Una entente sino-brasileña no dejaría de preocupar al otro gran devorador de petróleo, Estados Unidos, cada vez menos activo en lo que un día se calificó de su ‘patio trasero’.
Pekín se halla en una posición similar a la de Washington al término de la II Guerra, cuando ya comenzaban a escasear sus reservas de petróleo, y debía diseñar una política de acceso a las fuentes de energía, hoy reflejada en la alianza con Arabia Saudí y las monarquías del Golfo. China no puede, obviamente, competir en ‘poder blando’ con Washington, de igual forma que tampoco Confucio con Hollywood. Y por ello tiene que recurrir a llamativas pero modestas donaciones, llave en mano, como el estadio de San José en el que la ‘roja’ hizo recientemente el ridículo. La seducción oriental no será, sin embargo, irresistible hasta que una flota de guerra china señoree las aguas del Pacífico latinoamericano.


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'MANCA FINEZZA'

M. A. BASTENIER

El País, 16 de noviembre 2011

Ahora que Silvio Berlusconi ha dimitido, cabría preguntarse cómo pudo llegar a donde llegó; cómo el país del Renacimiento, el pueblo más sabio de Europa pudo elegir repetidas veces a un trilero, listo como un demonio, eso sí, pero que se ha pasado década y media poniendo en ridículo el nombre de Italia por el mundo.
En los años 90, Giulio Andreotti, ‘il divino’ y representativo -que quiere decir el peor- exponente del Antiguo Régimen sobre el que se aupó Berlusconi, acuñó una de esas frases inmisericordes a que eran tan afectos los grandes señores de la I República. De la política española decía: “manca finezza”. Pero ocurre que esa ‘falta de clase’ es también muy latina, católica y mediterránea, o sea italiana, aunque nadie de esa condición hubiera osado asomarse a la primera línea del poder en Roma.
Silvio Berlusconi gobernó durante tres periodos, fue elegido en 1994, 2001 y 2009, y ha sido el primer ministro más longevo desde la posguerra mundial en 1945. Alcanzó el poder sobre la ruina de una clase política, los Scelba, Segni, el propio Andreotti, Fanfani, la gran decoración democrática de la derecha, Donat-Cattin, y tantos otros, que retrató con crujiente escalpelo el director de cine comunista, Francesco Rossi, en ‘Le mani sulla città’ (1964),retrepados todos ellos en su olímpico desdén de altísima cultura -uno de ellos fue un gran especialista en Teresa de Ávila-, su piedad vaticana, y su corrupto magisterio. Así fue como crearon el régimen del reparto de beneficios sistémico y el cuotaje de cargos y prebendas, al que sucumbió también un PCI que quiso redimirse con una fantasía llamada ‘compromiso histórico’, y que con su fracaso prefirió auto-disolverse, contribuyendo así también a la eclosión-Berlusconi.
Pero había más razones para la caída de esa I República que el hartazgo de la opinión ante una clase política, que manejaba de mano maestra el ‘trasformismo’, la convicción y práctica de que en política nada se crea ni se destruye, sino que se transforma, y a la que pensó que valía la pena sustituir por un hombre de negocios que parecía la reencarnación del rey Midas. Berlusconi era el gran empresario de su propio espectáculo, un circo político con grandes dosis de deporte –el ‘calcio’-, y con ello resultaba mucho más italiano, más auténtico que la tropa a la que reemplazaba. Directamente emparentado con un populismo nacido en la posguerra, el del ‘Uomo Qualunque’, el hombre masa de Ortega, que atrajo en su día a otras grandes personalidades del mundo del espectáculo como el cómico Alberto Sordi, y que como todos los movimientos irracionales suspiraba por un líder. Era el ‘Berlusconi’ que todos los italianos llevan dentro, aunque en dosis normalmente homeopáticas y por tanto no letales. Su equivalente en España, aunque a escala mucho menor incluso en lo judicial, sería Jesús Gil, cuyo limitado éxito electoral apuntaría a que la opinión española no estaba tan desesperada como su homónima italiana de la época. Por eso, ‘desberlusconizar’ Italia parece imprescindible, pero haciéndolo con el debido respeto para que el niño no se escurra con el agua al vaciar la bañera. Hay que devolver el genio a la botella, pero es inútil tratar de destruirlo. Berlusconi ha sido una exacerbación, no un desmentido.
La democracia cristiana se desintegró con el fin de la URSS y en ese vacío geopolítico surgió el berlusconismo, que su creador apodó de ‘Forza Italia’, y posteriormente ‘Polo de la Libertad’. Cuesta imaginar a esa fuerza política como un partido más –o menos- sin su líder histórico, aunque el expianista de crucero para clases medias ya ha dicho que no piensa retirarse. ¿Cuál es hoy el legado de Berlusconi? Tras sus demostraciones de impotencia e incompetencia en la crisis del euro, se diría que solo los chascarrillos de mal gusto, la continua violación de la ley, y el toqueteo de señoritas menores de edad.
El exprimer ministro ha perdido la última batalla, pero eso no significa que esté destruido. Más de media Italia celebra hoy estruendosamente su derrota, pero habrá tenido buen cuidado de colocar a algunos de sus adláteres en el Gobierno que forme su sucesor, la viva imagen de todo lo que representa el anti-Berlusconismo, el saturnal y religioso Mario Monti. Y verosímilmente habrá obtenido garantías de que los juicios pendientes no harán que dé con sus huesos en prisión. Silvio Berlusconi puede pensar que, cualquiera que sea su futuro, es él quien ha reído el último. Y no Italia.

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CACOFONÍA EN CENTROAMÉRICA

M. A. BASTENIER
El País, 9 de noviembre 2011

Difícilmente puede haber conjunto menos obviamente unitario que Centroamérica. Pese a la alargada geografía de ese ‘Nilo’ entre dos Américas, ni la etnia, descendientes de mayas en Guatemala, y numerosos grupos indígenas, más una negritud que crece camino del istmo panameño; ni una familiaridad cultural suficiente, permiten presagiar la unidad que soñaba Bolívar. Pero si el sustrato varía, la mano del hombre ha dejado constantes huellas de lo común. Guatemala y Nicaragua eligieron el pasado domingo presidente, el general Otto Pérez Molina, y el exguerrillero Daniel Ortega. Ambos nacieron de la Guerra Fría.

     El nicaragüense llegó a la presidencia por la victoria de los insurrectos contra el dictador Somoza en 1979; la URSS parecía tener entonces viento de cola en el Tercer Mundo, y casi por obligación apadrinó la revolución sandinista. Pero a fin de los años 80, las cosas eran muy diferentes. Moscú se debatía entre glasnost y perestroika; Afganistán se le indigestaba al contingente; y la muerte del coloso comunista facilitaba el desarrollo de democracias electorales en América Latina. Votar ya no era un peligro. Desde 1990 hay elecciones formalmente libres en Nicaragua, y 1986 en Guatemala. Primera coincidencia: ambos sistemas son de baja densidad democrática.

    La segunda coincidencia es binaria: criminalidad y pobreza. Guatemala, con cerca de 50 muertes violentas por 100.000 personas y año,  es uno de los países más peligrosos del mundo, y el Estado solo brilla por su ausencia; en Nicaragua, el Estado sandinista, quizá por haberse formado en una guerra, ejerce mayor control del territorio; pero en miseria ambos rivalizan: Guatemala con un 50% de ciudadanos bajo el umbral de la pobreza, y de ellos un tercio en situación extrema; y Nicaragua superando el 40%. La democracia debería procurar alguna redistribución de la riqueza, lo que malamente ocurre en ambos casos.

    El sistema de partidos es muy diferente, pero los resultados igualmente poco esperanzadores. En Guatemala los colectivos políticos nacen y se deshacen como azucarillos, de forma que ninguno obtiene dos veces seguidas la presidencia, y el candidato derrotado en segunda vuelta -nunca ha ganado nadie en primera- vence matemáticamente en las siguientes elecciones; en Nicaragua domina, diferentemente, un bipartidismo sandinista-liberal, que ha dado grosso modo la mitad de jefaturas del Estado a cada opción. Pero las elecciones han sido siempre predecibles. En tierra ‘nica’ el mecanismo ‘corrector’ ha consistido en un pacto para el reparto del poder entre las dos fuerzas, que aseguró el condominio de ambas a comienzos del siglo. Pero la ruptura del mismo en 2007 daba paso a una oportunísima escisión del liberalismo, que regalaba la victoria a Ortega ese año y el domingo pasado. La democracia necesita un sistema de partidos que no jueguen a darse la vez o apañen victorias como en Nicaragua, o se autodestruyan como en Guatemala.

    En política exterior, Managua es devotamente chavista mientras que Guatemala ha sabido mantener una prudente reserva, aunque apuntándose bajo el anterior presidente, Álvaro Colom, a Petrocaribe, un sistema de alivio-pago del crudo venezolano. Pero el chavismo de Managua no funciona de puertas para adentro. Y lo paradójico es que son los subsidios de Caracas  por valor de unos 500 millones de dólares al año, los que empleados con absoluta discrecionalidad por el poder han permitido la cohabitación de una economía liberal con el asistencialismo a los desfavorecidos de programas como Plan Techo y Hambre Cero, calco hasta en el nombre de las ‘misiones’ venezolanas.

    Pero el futuro de ambos países sí que podría diferenciarse notablemente. La victoria de Ortega, que ha exigido un retoque a todas luces ilegal de la constitución para que pudiera ser candidato, parece que clama por la reelección indefinida, aupada en los barrios por unos consejos del poder ciudadano, de nuevo en la línea del más puro chavismo. El general Pérez Molina -acusado de graves desvaríos en la represión contra la insurrección campesina a comienzo de los 80- deberá, aún más gravemente, reinventar Guatemala, para lo que necesita “refundar la policía” hasta reducir a proporciones manejables la tasa de 30 asesinatos diarios, en una población de unos 12 millones de habitantes. Y esa refundación solo puede costearse aumentando la recaudación fiscal que, con un 10,4% del PIB, es una de las más bajas del mundo. Las mafias del narcotráfico tienen desde hace más de una década al bellísimo país volcánico en vice-situación de ‘Estado fallido’.

    Gran parte de América Central no ha desembarcado aún en una democracia auténtica. Se vota cada cuanto, pero eso no basta.

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domingo, 6 de mayo de 2012

EL POST-MORTEM DE ALFONSO CANO

M. A. BASTENIER

El Espectador, noviembre 2011

La eliminación del segundo jefe de las FARC, Alfonso Cano, a los tres años de la desaparición por muerte natural del fundador del grupo terrorista, Manuel Marulanda, tiene una gran importancia material, pero es aún mayor su carácter simbólico. Eso no debe hacernos perder de vista, sin embargo, que la supervivencia de la fuerza subversiva, sigue constituyendo una grave amenaza para el futuro de Colombia, pero por todo lo que oculta mucho más que por el daño que todavía sea capaz de infligir al país.
Las cifras oficiales, probablemente dignas de crédito, pintan una realidad francamente negativa para la organización. Tan solo en el último año, casi con precisión el de la presidencia de Juan Manuel Santos, 1.400 guerrilleros han sido capturados, una cifra similar ha abandonado las armas, y más de 350 han muerto en acción de guerra. No parece que haya más de 10.000 efectivos en las filas de las FARC, y si se descuentan auxiliares, logística y demás, el número de guerrilleros en activo que pueda simultáneamente empuñar las armas sería el menor que jamás haya habido desde la fundación de tan criminal empresa en 1966. Por supuesto que aunque sean menos que nunca, la muerte de su segundo líder histórico, debería impulsar a las FARC a tratar de demostrar que posee suficiente capacidad operativa, dando algún golpe que quiera ser de efecto, por lo que hay que estar preparados para escuchar de nuevo lo de que la guerrilla no está liquidada ni mucho menos. Y será verdad.
Lo que ocurre, y ese me parece el daño más duradero que las FARC hayan podido hacer a Colombia, es que su pelea en lo profundo del bosque con frecuencia no ha dejado ver los árboles, como si solo existiera la guerrilla, suma y compendio de todos los problemas del país. El programa del presidente Uribe, y quizá era comprensible que fuera así en ese momento, se resumía en la liquidación del enemigo emboscado. Terminada la guerrilla, decía la música de la letra, comenzará el futuro. Y, desde luego, es cierto que el futuro será muy distinto con las FARC o sin ellas. Pero, quizá, no hay que esperar a que muera de muerte natural o en combate el último guerrillero para empezar a pensar globalmente Colombia, incluso como si las FARC nunca hubieran existido. Y eso es lo que parece tener en la cabeza el presidente Santos, y tal como se lo oír expresar un día a Noemí Sanín, en su tiempo brillante embajadora en Madrid.
En Colombia sobran peajes burocráticos de todo tipo, oscuridad en el funcionamiento de la administración, desatención al consumidor, reglas y normas y papeleo por todas partes –en España también abundan, porque como escribe Fernando Vallejo, de tal madre, tal hija- que hacen la vida del ciudadano medio innecesariamente laberíntica. Colombia es un mercado de vendedores mucho más que de compradores, aquel donde el mercado se rige mucho más por la ley de la oferta que de la demanda, y ya se sabe que la oferta la controlan siempre unos pocos. Si en Francia, Italia o Gran Bretaña, cada una de estas naciones con algo más de 60 millones de habitantes, entendemos por elite el número de personas con capacidad normativa, bien sea legal o de facto, en todos los órdenes de la vida, político, cultural, económico, deportivo, y de mores en general, tendremos que el número de sus integrantes difícilmente bajará de unos cientos de miles de individuos, quizá el 0,5% de la población. Y ese es un número intrínsecamente democrático porque es imposible poner de acuerdo a una ciudad de mediano tamaño como constituirían todos sus miembros. La democracia, por tanto, se puede entender como la capacidad de arbitraje de aquellos que para esa función hayan sido elegidos, entre esa mediana multitud. Y en una ocasión planteándole esa misma cuestión a un indiscutible miembro de la elite colombiana, y aventurando yo la cifra de 25.000 integrantes, me respondió sardónico que a lo sumo 3.000. Sea como fuere, una y otra cifra son también intrínsecamente oligárquicas. Y ese es, en mi opinión, el absceso que hay que sajar.
Aunque nadie dice que eso suponga la solución directa del problema, el reasentamiento de cientos de miles de familias campesinas en lo que un día fueron sus tierras, recuperadas de los maleantes que les despojaron de ellas, cambiaría la faz del país. Por lo pronto, algo equilibraría el mercado de vendedores y compradores, aumentando considerablemente el número de actores autónomos, que incidiría en toda la cadena de producción, y no únicamente en el producto de la tierra que comercializaran. El esfuerzo de la hora, en un momento en que es posible que se atisbe ya el final del túnel en el conflicto colombiano, ha de ser el de la modernización del país, que es lo mismo que decir su ensanchamiento. Una opinión pública tan numerosa como vigorosa y persuadida de cuáles son sus derechos, se halla en la base misma de esa tarea. Hay 45 millones de colombianos, pero no todos son todavía ciudadanos, por desatención de las autoridades o explotación de sus con-nacionales. La tarea presidencial hoy podría ser, por ello, no solo acabar con las FARC, sino nacionalizar el país hasta el último colombiano. Ese podría ser el epitafio para Alfonso Cano.

EUROPA(E)

M. A. BASTENIER

El País, 2 de noviembre de 2011

¿Existe una Europa política con capacidad para decidir su propio destino? A mediados del siglo XVIII, el que domina Voltaire, existía ya algo más que un preámbulo de Europa como escenario intelectual para una comunicación privilegiada entre sus elites. Los ‘europeos’ -cierto que solo unos millares- poblaban los salones de la aristocracia, viajaban de París a San Petersburgo, y se carteaban en francés. Casi tres siglos más tarde, el número de ‘europeos’ -todos aquellos que sientan su nacionalidad europea cuando menos tanto como la de su pasaporte-, suma ya unos centenares de miles, puede que incluso algún millón. En el mundo de Voltaire, los que no formaban parte de esa exigua minoría que definía lo ‘europeo’, permanecían ajenos a cualquier idea de Europa, lo que contrasta con las extensas clases medias contemporáneas, que tienen muy presente la existencia del Viejo Continente. Las elites volterianas podían crear, aunque solo en circuito cerrado, su propia Europa que era, sin embargo, mucho más real para ellos que la que tratan de edificar los eurócratas de Bruselas, esos ‘primeros europeos’ en un mundo que ya es de ciudadanos y no súbditos, pero que solo se plantean qué puede hacer Europa por ellos y no ellos por Europa.
Esa Europa(e), presa hoy de una crisis mucho más que económica, sigue imaginándose a través de sus clases medias en sus lenguas nacionales. El inglés, pese a su propagación universal nunca será el latín contemporáneo, una lengua que era de todos y por ello de nadie. Hoy, en cambio, todo el mundo habla inglés, pero raro es el que lo piensa, aunque solo sea porque no sirve para pensar Europa, sino su contrario. En medio de la Babel resultante únicamente aparece un lenguaje común: la economía, siempre instrumentalizada por el egoísmo nacional de los Estados miembros. Y no existe en la UE una fuerza que se sobreponga a ese particularismo. Gran Bretaña no es candidata por su aversión a lo abstracto; Alemania porque vacila a la hora de tirar del carro. Solo queda Francia con tan importantes activos como graves notas al pie. Entre las primeras, sus vigorosas instituciones; entre las segundas, la congénita interrogación de los franceses sobre la decadencia nacional, paradójicamente unida a un exceso de testosterona soberanista. Para De Gaulle la comunidad era en los años 60 “ce machin” (ese cachivache); y 20 años más tarde para Jacques Delors, -que iba más allá de aquel sacro egoísmo- “un objeto volante no identificado”.
El politólogo norteamericano, Larry Siedentorp escribía en el año 2000 que la comunidad “no poseía la capa social o unidad de creencia” sobre la que edificar un aparato político coherente, y alertaba proféticamente contra “las fuerzas inexorables del mercado y las elites que han escapado a cualquier control democrático” (‘Democracy in Europe’); las mismas que no quisieron, pudieron o supieron conjurar la devastadora catástrofe financiera, y cuya capacidad normativa sobre el ciudadano es casi inexistente. La sequía ideológica en el mundo occidental ha sustituido integración europea por un sucedáneo, la cooperación inter-gubernamental. Y el resultado ha sido un árido economicismo, como si solo importaran las fuerzas del mercado. El fracaso de las elites y el de su parroquia nacional es perfectamente comparable.
¿Pero existe una pulsión, aun telúrica, que una a la mayor parte de pueblos europeos? Para el sociólogo francés, Pierre Bourdieu, era “la nostalgia de imperio”, lo que solo resultaría aplicable a Francia, España, Portugal, a lo sumo Holanda, y en absoluto a Gran Bretaña, que ha elegido la vinculación atlántica. Y si miramos al Este, con la excepción relativa de Polonia y la República Checa, domina la impronta bizantina, lo que incluye a Grecia, que está mucho más próxima a la Tercera Roma –Moscú- que a la primera. La expansión de la UE al Este, seguramente inevitable, no dejaba por ello de exponer la falla geopolítica que separa las dos Europas.
El británico Perry Anderson (‘The New Old World’) argumenta que a esa Europa(e) le falta una religión civil, como puso de manifiesto el rechazo, notablemente en Francia, de una constitución para la UE, consulta en la que los que querían más unión y los que querían menos, Delors y De Gaulle, acabaron dándose la mano para ignorar la existencia de una Europa(e) a medio camino entre ambas. Europa o Europe, en la doble versión de sus principales lenguas, es una idea para la que es difícil determinar si ha llegado la hora. Pero hoy Voltaire diría que ha perdido casi todo su atractivo.

ENTRE EL 15-M Y MAYO DEL 68

M. A. BASTENIER

El País, 19 de octubre de 2011

Immanuel Wallerstein ha comparado el movimiento de los indignados, que acaba de doctorarse internacionalmente con su sentada en Wall St., con Mayo del 68, lo que puede ser acertado en cuanto a sus eventuales repercusiones, pero sin que eso desmienta unas diferencias tan grandes como lo que va de ayer a hoy. Leonel Fernández dijo la semana pasada en el Foro de Biarritz, celebrado en Santo Domingo, que “una ola de malhumor” recorría el mundo. El presidente dominicano calificaba muy descriptivamente la que probablemente es mayor manifestación de cólera y disgusto en tiempo de paz en Occidente, desde aquel mayo radiante que nunca fue, sin embargo, mundial, sino solo estrechamente franco-europeo.
Mayo del 68 actuaba desde la iconoclastia de una nueva fe que, aunque mal definida, proponía un mundo. Tenía líderes, jóvenes universitarios que aspiraban, aun sin pretenderlo, a convertirse en nuevos mandarines; e, inicialmente, el partido comunista francés, que era el más estalinista de Europa occidental, mantuvo las distancias para sumarse desganadamente a la protesta cuando ya no tenía más remedio. El enemigo de la estudiantada era un gigante, pero hombre al fin y al cabo, que abandonaba la presidencia de la república al año siguiente sin sospechar que quien le había derrotado había sido un viento primaveral y no un insulso referéndum sobre la regionalización. Charles de Gaulle. Eslóganes aparte, propios de esa prestidigitación tan francesa de la palabra –‘prohibido, prohibir’; ‘la imaginación al poder’- aquel Mayo nacía en una atmósfera intelectual en la que sería posible el euro-comunismo, el dogma anti-dogmático, en la ‘mouvance’ del experimento checoslovaco de Alexander Dubcek, aplastado en agosto siguiente por los tanques que jubiló a fin de los 80 el más servicial ‘vigía de Occidente’, Mijail Gorbachov.
El movimiento que comenzó en la Puerta del Sol, hasta ahora la única exportación española verdaderamente internacional del siglo XXI, tiene como gran protagonista a una masa tan deliberadamente anónima como despersonalizado es su enemigo: el capitalismo financiero, los bancos y sus hipotecas, los gobernantes que desoyen la opinión, la insuficiencia democrática que no da para un empleo digno; lo más antropomórfico en ese eje del mal es la muralla de Wall St. Estamos por ello ante un movimiento de okupas universales que no propone ninguna revolución, sino la domesticación sin escapatoria posible del capitalismo. No sabemos si ha opinado Francis Fukuyama, el ‘biógrafo’ del fin de la historia, pero seguramente debería estar satisfecho cuando menos por el hecho de que tanta ira acumulada se exprese hoy de forma tan poco ideologizada. Su colega y rival Samuel P. Huntington, ya fallecido, se molestaría, en cambio, de que no aparecieran musulmanes en la protesta. Efectivamente, salvo algunos latinoamericanos fácilmente asimilables a la algarabía española, la inmigración está callada para no llamar innecesariamente la atención.
Pero que el 15-M prefiera alojarse en el seno oscuro de la masa no significa que carezca de organización. Si Mayo del 68 congregaba a sus peones por medio del pasquín y del teléfono, el movimiento madrileño y sus adláteres mundiales son de profesión digitales, como el proselitismo y el encuadramiento políticos. Pero ¿cuál es su futuro, más allá del natural orgullo de ver cómo el público se reclama de parecida indignación en tantos países azotados por la crisis? Eslóganes tan poco realistas como ‘el pueblo unido, jamás será vencido’ parece que lo sitúan en una difusa zona a la izquierda, pero no faltan en sus aglomeraciones venerables representantes de la Tercera Edad, que exigen que se les trate como corresponde a los que sostuvieron el Estado Providencia. ¿Hay materia prima humana en el movimiento para que se constituya en fuerza política con designio propio? Ante el 20-N en España ¿aparta el movimiento de las urnas o solo llama al voto de castigo, en contra de quien quiera que esté en el poder?
Los movimientos de ‘indignación’ son todos profundamente nacionales, vinculados a la protesta contra una coyuntura y una clase política determinadas, pero de la Puerta del Sol a Palacio Quemado en La Paz, ante el que indígenas bolivianos claman por la preservación de un parque natural o estropean su voto en una absurda elección de magistrados, se encuentra un factor de unidad. Con la historia concluida o no, el descrédito del sistema o de cómo se practica -aquel al que Churchill llamó el menos malo de los existentes- parece hoy ir en aumento. El liberal capitalismo, como decía Fukuyama, ha ganado; pero no gusta la manera.

RECONCILIAR CON LA V REPÚBLICA

M. A. BASTENIER

El País, 12 de octubre de 2011


La V República francesa ha conocido desde su fundación seis presidentes, cinco de ellos de derecha, si consideramos así al  inclasificable general De Gaulle,  el fundador (1958-69), y tan solo uno de izquierda, si admitimos que lo era el republicano radical, virado al socialismo, François Mitterrand (1981-95).

    La izquierda francesa nunca encajó bien el giro presidencialista que el general imprimió al país para salir del laberinto de la IV República, obra del republicanismo laico y burgués, en la que el partido radical, que figura con honores en el pedigrí de la social democracia contemporánea, había sido la coalición preferida de tantos Gobiernos. Ese distanciamiento hostil, que derivó casi en éxtasis cuando el propio Mitterrand, como candidato socialista, obligó a De Gaulle a librar una segunda vuelta en 1965, se traducía en una incapacidad de la izquierda de somatizar la elección popular del jefe del Estado. El político republicano había expresado ya sus sentimientos ante ese presidencialismo con la publicación de su ‘Golpe de Estado permanente’.

    El partido socialista, que desde Mitterrand había entrado en una atonía de liderazgo, estaba necesitado de urgente renovación, de una visita a las aguas bautismales de la V República. Y ya en este siglo, el presidente derechista, Nicolas  Sarkozy, como un Pantagruel desmesurado  en el ejercicio del poder, parecía crear el agujero negro por el que filtrar esa reconciliación-regeneración, cuyo primer paso serían las primarias con la elección popular del candidato socialista para 2012.

   El pasado domingo en primera vuelta se puso en marcha el plan, que deberá culminar el día 16 para determinar si el laborioso primer secretario François Hollande, o Martine Aubry, universalmente conocida como hija de Jacques Delors, que quedó en segundo lugar pero a tiro de urna del anterior, será quien rete a Sarkozy. El sorprendente tercero ha sido Arnaud de Montebourg, proteccionista galicano, euroescéptico, paleo-izquierdista próximo a las ideas de desconexión global de Samir Amin, y solo en cuarto lugar aparecía Segolène Royal, excompañera de Hollande y exponente de un partido fuertemente endogámico en el que la renovación arriesga quedarse en mero eslogan, que fue, sin embargo, la primera en proponer, tras su derrota ante Sarkozy en 2007, “primarias abiertas” a todos los franceses.

    La idea ha hecho duramente camino frente a la oposición de los notables del partido, e incluso la tibia reacción inicial de Hollande y Aubry. Tan solo Montebourg, con muy poco que perder, acogió con entusiasmo el proyecto. El congreso del partido en Reims, noviembre de 2008, no fue por ello capaz de decidir entre el voto-militante, con el que se había elegido hasta entonces al candidato, y el voto-ciudadano, que ahora se experimenta. Y únicamente en la convención nacional de julio de 2010 triunfaba por fin la elección directa.

    La eficacia de la fórmula está, sin embargo, aún por demostrar. Es cierto que casi tres millones de franceses se molestaron en votar en un día desapacible; que pagaron por ese derecho un euro; y firmaron un documento que era una perfecta fantasía hexagonal, con la que expresaban su adhesión a proclamados valores de la izquierda; y todo ello en seguimiento de algunos éxitos menores del partido en las elecciones municipales y al Senado de este año. Pero la detención en mayo pasado del entonces director del FMI, Dominique Strauss-Kahn, acusado de graves impropiedades sexuales con una camarera de hotel en Nueva York, abría de tal modo la elección que el decentísimo pero escasamente carismático en la corta distancia, Hollande, aprovechaba el hueco, al tiempo que convertía a Aubry en ‘candidata-suplente’, porque solo la ausencia de DSK –como se le conoce en Francia- le había hecho un sitio en las primarias.

    Pero si la elección popular ha sido un inédito histórico, las originalidades acaban ahí. Hollande, que calla la boca como corresponde al favorito que no quiere cometer errores, y Aubry, quizá, micrométricamente más a la izquierda, son diplomados de la prestigiosa ENA, vivero inagotable de los profesionales de la política en Francia, y se acomodan a una izquierda- paliativo del capitalismo desbocado –como el que ha llevado a Europa a su peor crisis-. Solo Montebourg llama la atención y seguramente más como legatario de un hartazgo del votante que otra cosa.

    El PS francés tendrá que hacer algo más que presentar a un veterano ‘routier’ de la política o, por segunda vez consecutiva, a una mujer como rival de Nicolas Sarkozy, para confirmar las ansias de renovación del partido. Reconciliar cuesta, al parecer, menos que renovar.   

EL CONFLICTO DE PALESTINA PARA TODOS LOS PUBLICOS

                                                                  
 M. A. BASTENIER

Espectador en octubre de 2011


La Autoridad Palestina que preside Mahmud Abbas se ha jugado el resto presentando ante la ONU la petición de ingreso en la organización de un nuevo Estado virtual llamado Palestina. Las probabilidades de éxito parecen escasas porque Estados Unidos, en cumplimiento de los deseos de Israel, vetará en el Consejo de Seguridad cualquier resolución en ese sentido. Pero el presidente palestino pretendía dos cosas: aislar a Israel por su oposición a algo que secundan 130 o más Estados de los 193 de la ONU; y, a sus 76 años, retirarse habiendo desafiado a Washington, que nunca se ha comportado como mediador imparcial. ¿Pero preguntémonos qué es eso del conflicto de Palestina?
La inmensa mayor parte del pueblo judío fue expulsado o abandonó su patria ancestral al comienzo de la era cristiana para establecerse en los reinos medievales europeos, en los que vivió sometido a gravísimas restricciones. Tan solo en la segunda mitad del XIX culmina la llamada Haskalá –Ilustración en hebreo- o equiparación legal de los judíos con los restantes ciudadanos de sus diferentes países, muy notablemente en Europa central y oriental, donde se concentraba el grueso de aquella migración. Pero la emancipación fracasa porque el cristiano teme la competencia de profesionales e intelectuales judíos que le disputan los puestos más destacados de la sociedad. Así nace el antisemitismo moderno que pretende evitar en la práctica, lo que no puede dentro de la legalidad. Y ello reaviva una querencia histórica, la recuperación de la tierra que hace 2.000 años fue del pueblo judío. El movimiento que propugna la creación del Estado de Israel se llama sionismo y fue fundado en Basilea en 1897.
Desde fin del siglo XIX la Organización Mundial Sionista promueve la emigración a Palestina –nombre romano de Tierra Santa- que, sin embargo, está poblada por árabes, en su gran mayoría musulmanes, y hasta 1918 fue parte del imperio otomano. Desde los años 20 es distinguible un cierto nacionalismo palestino, y son frecuentes los enfrentamientos entre árabes y hebreos, en lo que entonces era un mandato británico. Tras la Segunda Guerra, y en parte por el horror que causa el holocausto nazi, las potencias apoyan la fundación de Israel, que ocurría en 1948, haciendo caso omiso de que Palestina ya tenía dueño y que el mundo árabe no tenía por qué pagar los crímenes de Hitler. Desde entonces, Israel ha librado guerras, en ocasiones impuestas por sus vecinos árabes, en 1948, 56, 67 y 73, y otros episodios bélicos relativamente menores en 1982 y 2008. En 1948 Israel ocupaba el 77% del mandato británico- de unos 25.000 kms. Cuadrados –un tercio de Antioquia; y en 1967 conquistaba el resto del territorio, aunque solo se anexionaba la Jerusalén árabe, donde se alzan los Santos Lugares de cristianismo, islamismo y judaísmo. En 1948 y 1967 cientos de miles de palestinos fueron expulsados o huyeron de sus hogares y hoy, con sus descendientes, suman cuatro millones de refugiados, de los que la mayoría sigue viviendo en campos de fortuna en países limítrofes.
En 1967 la ONU aprobó la resolución 242 en la que se pide a Israel que se retire de todos los territorios ocupados, al tiempo que proclama el derecho del Estado sionista a fronteras seguras y reconocidas. El movimiento palestino (OLP), dominado por Yaser Arafat desde 1967, se avino a reconocer la existencia de Israel solo en 1993, pero no sin antes ensangrentar el mundo con el arma terrorista, a lo que Israel respondía con algo más que contundencia. Los acuerdos de Oslo se firmaron en la Casa Blanca el 13 de septiembre de aquel año. No eran la paz, sino unos parámetros para llegar en un plazo de cinco años a un tratado que pusiera fin al conflicto. El objetivo tácito de esos acuerdos era la formación de un Estado palestino en el 23% del antiguo mandato (Cisjordania y Gaza), codo con codo y en paz con Israel. Pero el niño nacía muerto porque Israel no cesó nunca de ampliar la colonización de esos territorios, y una fracción del movimiento palestino, autodenominada Hamás, recaía en el terror sobre el fondo de dos revueltas más generales de la juventud palestina llamadas Intifadas (sacudida en árabe), entre 1987 y 1991, y de 2000 a 2003. Arafat rechazó en 2000 la oferta del presidente norteamericano Bill Clinton que comportaba la devolución del 80% de Cisjordania y Gaza, pero no en un territorio continuo, sino cruzado por numerosas carreteras de uso exclusivo israelí, así como varias bases militares; un condominio sobre los Santos Lugares; canjes de territorio en clara desproporción en contra de la AP; y la capitalidad del Estado palestino, en una aglomeración próxima a la Jerusalén árabe. La posición pro-israelí considera que Arafat perdió ahí la oportunidad de su vida; y el palestinismo recuerda que no se ofrecía solución al problema de los refugiados, para los que la resolución 184 contempla el regreso a sus hogares o una compensación material.
En los últimos años no ha habido negociaciones dignas de tal nombre. Y hoy, Abbas, sucesor de Arafat fallecido en el cargo, exige la congelación de la colonización para reanudar las negociaciones, mientras que el primer ministro isarelí, Benjamin Netanyahu, sigue inflando el territorio de colonos. Por eso, ante la evidencia de que el presidente Obama no conseguía que Israel dejara de establecer colonias en el territorio en disputa, Abbas ha acudido a Naciones Unidas. El impasse puede ser eterno.

LA JUBILACIÓN DE MAHMUD ABBAS

M. A. BASTENIER

El País, 28 de septiembre 2011

El viernes pasado el presidente de la AP, Mahmud Abbas, presentó al Consejo de Seguridad la petición de ingreso de Palestina como Estado de pleno derecho en Naciones Unidas. El líder palestino, de 76 años, que lleva tratando infructuosamente de obtener ese reconocimiento por medio de negociaciones directas con Israel desde la muerte del fundador, Yaser Arafat, consideraba que ya había hecho cuanto estaba en su mano para la creación, siquiera fuese virtual, de un Estado soberano en los territorios conquistados por Israel en 1967, y se asegura que albergaba la intención de retirarse, pero no sin haber dado antes un puñetazo sobre la mesa.
Abbas no ignoraba que la totalidad de sus objetivos era inalcanzable; que no habría ingreso pleno porque Estados Unidos interpondría su veto en el Consejo, si este organismo aprobaba la petición, pero quería hacer un último gesto de desafío ante el mundo entero. Arafat había dicho que la vía hacia la independencia pasaba por demostrar a Estados Unidos que era en su interés la creación del Estado, pero, al margen de si los palestinos han hecho o no todo lo necesario para demostrar que es así, el gesto de Abbas declara estruendosamente que esa estrategia ha fracasado. El presidente de la AP proclamaba que los Estados Unidos de Barack Obama, el presidente mejor dispuesto emocionalmente hacia la reivindicación palestina, aunque no por ello menos incapaz que sus predecesores en transformar sentimientos en realidades, habían dejado de ser mediadores en el conflicto, y por la sola amenaza de veto, habían mostrado sus verdaderos colores: los de un implacable aliado de Israel, al que poco importaban los derechos nacionales palestinos. Washington ya no es mediador, sino parte en el conflicto.
Pero si esa era su intención, parece improbable que Abbas pueda poner fin cómodamente a su carrera. El Consejo no tiene por qué reunirse de inmediato y en un ínterin que puede ser indefinido, las presiones de Washington van a ser de nuevo insoportables para que se resigne a reanudar las negociaciones con Israel. Es muy cierto que los acuerdos de Oslo establecen como única vía para la paz las negociaciones bilaterales, pero igual que hacen falta dos para bailar el tango, ocurre otro tanto con la paz. Y en este caso hay siempre tres o uno, pero nunca dos. Tres porque jamás está sola la AP, sino flanqueada por Hamás, que rumia su impotencia en Gaza, y con su negativa a aceptar formalmente la existencia de Israel mina la diplomacia de Abbas y da la razón al Gobierno de Jerusalén, cuando éste acusa al líder palestino de no ser amo ni en su casa; y solo uno, porque cuando Israel y la AP se ven cara a cara, la negativa sionista a congelar la colonización de los territorios vacía de sentido a la negociación. La alternativa al veto de Washington sería presentar el dossier de ingreso ante la asamblea general y esperar de ésta un premio de consolación: el ingreso como Estado pero solo a título de observador, sin voto, que transforma el puñetazo en un bufido.
Israel tiene un futuro complicado. Turquía, hostil; y Egipto, en irritación creciente, crean una sensación de estrangulamiento diplomático; y la primavera árabe, si algún día llega al verano, creará problemas inéditos al Estado sionista, como que los principales Estados árabes respalden la causa palestina, pero entonces desde la realidad democrática. Israel ha capeado, sin embargo, peores temporales y no se siente especialmente acorralado, y si la ruptura de la AP con Estados Unidos se consuma, se dará con un canto de júbilo en los dientes. Ante la asamblea de la ONU, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu no tuvo reparo en repetir el conocido mantra de que Israel había mas que cumplido la resolución 242 de la ONU con la retirada de Gaza en 2005. La resobada –y resabiada- argumentación se basa en que el texto aprobado por el Consejo en su versión inglesa es gramaticalmente ambiguo a la hora de pedir la retirada de los territorios, pero hay una versión francesa igualmente oficial, que no ofrece lugar a dudas. Si los autores de la resolución hubieran querido permitir a Israel una retirada a la carta, así lo habrían expresado; y, por añadidura, lord Caradon, redactor del texto, despejó cualquier equívoco diciendo públicamente que eran todos y bien todos.
Es posible que esté comenzando una nueva etapa del conflicto. Pero no que permita al presidente palestino retirarse diciendo ‘deber cumplido’.