M. A. BASTENIER
El País, 28 diciembre 2011
El Siglo de
las Luces se proyecta aún hoy sobre el mundo occidental con poderosa
influencia. Si en España solo dio de sí en el siglo XIX para las guerras
liberal- carlistas, que mal cerró la Restauración, en Inglaterra, en cambio, se
vio coronado por dos grandes reformas electorales -1832 y 1868-, que anunciaban
la democracia; en Alemania alumbró una vía intermedia –el ‘sonderweg’-; en
Francia inició la era contemporánea con la revolución de 1789; e incluso en la
descolgada Rusia tuvo consecuencias.
En 1825 estalló la revolución de los liberales
decembristas, sofocada por el zarismo; en 1861 el autócrata Alejandro II consideró
prudente soltar lastre liberando al campesinado de una servidumbre medieval; y
en 1905 un ensayo de revolución tuvo que ser ahogada en sangre, pese a lo que generó
otro retroceso menor del absolutismo: la legislación que condujo a las primeras
Dumas y un balbuceante parlamentarismo.
El siglo XIX fue, aún más significativamente, el de Tolstoy, cuya novela
‘Resurrección’ podría servir de metáfora contemporánea a la protesta popular en
Rusia; el de Turguenev, crítico de una aristocracia que formaba parte de
aquella Europa de las Luces; y, más que ningún otro, del joven idealista de ‘El
jardín de los cerezos’. Todos ellos podrían estar hoy en las calles de Moscú clamando
contra ‘la democracia vigilada’ del primer ministro Vladimir –‘Batman’- Putin y
su acomodaticio Dimitri -‘Robin’- Medvedev . Y si no hubiera elegido el atajo
del marxismo, rebautizado leninista, Vladimir Ilich también habría estado allí,
como europeísta que era, pero difícilmente acompañado por Dostoyevski, nacional
pan-eslavista de extrema derecha.
Tras ese siglo XIX, el periodo bolchevique
constituyó, pese a sus mejores intenciones, un paréntesis para la bipolaridad.
Rusia se encaminaba en los años que precedieron a la Gran Guerra hacia lo que el
comunismo llamaría democracia burguesa y hoy, simplemente, democracia
occidental, etapa que Lenin se quiso saltar para edificar impacientemente el
comunismo desde que puso el pie en 1917 en la Estación Finlandia de Moscú.
A la auto-destrucción de la URSS en 1991,
siguió la transición alcoholizada pero ávida de democracia de Boris Yeltsin,
que ofreció al país lo más inicuo del capitalismo sin casi ninguno de sus grandes
respiraderos. Así fue como un nuevo ‘zar’, experto en manipulaciones pre y
pos-electorales, pudo ser recibido como el Mesías de la estabilidad y de la
recuperación económica. Su seguimiento, que llegó a reunir a más del 50% de la
opinión, entró, sin embargo, en recesión, en las recientes elecciones
legislativas. Y lo que es más notable, no pocos de los que se manifiestan
contra la estafa electoral, pueden haber sido hasta hace poco votantes de esa
misma estabilidad. Clases medias, profesionales liberales -todo lo contrario de
las revueltas del hambre en el Norte de África- forman las huestes de lo que
Tocqueville identificó como el nervio central de la Revolución, aquellos que
habiendo mejorado de status, no ven razón alguna para que ese progreso no esté servido
por nuevas y mayores libertades
individuales.
Comparar conmociones sociales coetáneas siempre
resulta muy agradecido. Entre los indignados de la Puerta del Sol, Wall St., Londres,
o los revolucionarios de Tahrir nunca faltará algo en común: el rechazo de lo
presente, cuales quiera que sean la ira y los objetivos de los que protestan.
Pero entre el mundo árabe y el eslavo las diferencias son de fondo. Rusia, aún con
su desfase de la historia europea, puede reclamarse de un pasado que ilustraron
Gran Bretaña y Francia; donde estén Voltaire y Diderot, no faltarán Newton,
Darwin o Adam Smith. Y, en cambio, el Islam árabe, por mucho que una parte de
sus actuales revolucionarios quiera sinceramente adoptar el ordenamiento
político occidental, no puede olvidar que esas dos potencias europeas fueron en
el siglo XIX los grandes agentes de la conquista colonial, y sus intelectuales,
los profetas y propagandistas del ‘orientalismo’, la visión del ‘otro’ que pulverizó
Edward Said. Por eso, los indignados de
El Cairo, los sacrificados de Damasco, y los sublevados de Bengasi, tienen que
reinventarse un pasado que les conduzca a algún tipo de democracia, lo que no
es el caso de los rusos.
La modernización que desencadenó en Rusia Pedro
el Grande a comienzos del siglo XVIII, y de la que le complacería que se le
considerara epígono a Putin, tiene ya otros candidatos. En marzo habrá
elecciones presidenciales para las que el primer ministro sigue siendo
favorito. Pero el siglo XVIII seguramente no ha dicho todavía la última
palabra.
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