domingo, 16 de septiembre de 2012

DEMOCRACIA POBRE O POBRE DEMOCRACIA

M. A.  BASTENIER

El País, 16 de mayo de 2012
 
Por dos años consecutivos América Latina afirma que su mayor preocupación no es la democracia, la economía, o el desarrollo social, sino la violencia desatada. El Latinobarómetro, encuesta que anualmente publica el instituto que encabeza Marta Lagos, cifra en 32% la opinión que así expresa muy justificadamente sus temores, puesto que el continente latinoamericano alberga el 9% de la población mundial, pero ‘acredita’ el 27% de muertes violentas. Ese volumen de homicidios es una negación directa de la democracia.

     La pobreza es un factor, pero ni siquiera la indigencia se traduce mecánicamente en guarismos de criminalidad. Entre 1990 y 2008 la pobreza cayó en América Latina de un 48% a un 32%, pero no así la violencia, ni, sobre todo, la percepción social de la misma. Esa percepción, que va del 20% en Perú al 61% en Venezuela, tampoco se vincula proporcionalmente a la inseguridad. Las cifras son extremas en Venezuela porque el agravamiento de la inseguridad ha sido vertiginoso en los últimos años. Pero hay -como destaca el Latinobarómetro- otros dos factores, aún de mayor importancia, que explican el desencadenamiento de la violencia en el mundo iberoamericano. Son la desigualdad en un continente en el que el 20% de la población posee el 58% de la riqueza, y cinco países de la zona figuran entre los 10 más injustos del mundo, uno de ellos el catecúmeno de gran potencia que es Brasil. Y, aún más significativa, la ausencia o deficiencia de un discurso, en el símil de moda, una ‘narrativa’, que el poder sea capaz de segregar para combatir la plaga.

    América Latina ha conocido recientemente dos ejemplos de conducción pública, en los extremos opuestos de ese arco de éxito o aparente fracaso: Álvaro Uribe en Colombia y Felipe Calderón en México.

    

    En el Latinobarómetro se dice: “América Latina está capturada por el clima de opinión de que el crimen, la delincuencia, se ha tomado la agenda informativa y domina la comunicación social”. El presidente Uribe (2002-2010) logró difundir, en cambio, una narrativa de victoria sobre el crimen, guerrillero y civil, que denominó doctrina de ‘seguridad democrática’. La estrategia surtió efectos inmediatos, de manera que propietarios de tierras, grandes y pequeños, familias con segundas residencias, y transeúntes en general, recobraron libertad de movimientos. El Estado volvió a estar presente en todo el país y la guerrilla -en absoluto, sin embargo, acabada- tuvo que refugiarse en lo más profundo de la espesura. El índice de homicidios, hoy de 33 o 34 por 100.000 habitantes al año, ha bajado de más de 40 a fin del siglo pasado, aunque más ha caído la percepción de la violencia. El presidente en ejercicio, Juan Manuel Santos, si bien mantiene la doctrina Uribe y ha asestado golpes decisivos a las FARC, ha orientado principalmente su narrativa hacia la modernización del país, haciéndose con ello blanco de las críticas de su antecesor, que se añora a sí mismo en la presidencia.

    El caso de Calderón es diametralmente opuesto. Desde que en diciembre de 2006, al comienzo de su sexenio, declaró la guerra al narco, ha abierto un nuevo campo de batalla con una multiplicación del índice de homicidios de ocho a casi 20. En los últimos años, los particulares han invertido en México miles de millones de euros en reforzar la seguridad de sus viviendas, y un 78% piensa que la situación solo puede empeorar. El presidente mexicano rechazó hace unos meses una oferta de negociación de carteles del narco como algo incompatible con la democracia, que habría ahondado la percepción de que el Estado estaba perdiendo la guerra. A punto de dejar el cargo, Calderón insiste en que no había otra forma de encarar el problema. Jorge Castañeda y Rubén Aguilar sostienen, diferentemente (‘El Narco: la guerra fallida’, 2009), que aquella declaración creó un problema inexistente, en tanto que el periodista Jorge Zepeda replica que el narco estaba ya saliendo de las catacumbas para inundar la sociedad. La sobre-exposición mediática del fenómeno, con frecuentes anuncios oficiales de detención de significados narcos, no ha constituido, en cualquier caso, una convincente narrativa de victoria, sino  una fallida maniobra de consolación.

     Y todo ello remite a la insuficiencia del Estado, de la que es corolario la corrupción de las fuerzas de seguridad, mal del que se repone Colombia y padece agudamente México. El inventor del surrealismo, el francés André Breton, dijo con ingenio cruel y despectivo que “Si Kafka hubiera sido mexicano, habría sido un autor costumbrista”.

          

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