El País, 16 de mayo de 2012
Por dos años
consecutivos América Latina afirma que su mayor preocupación no es la
democracia, la economía, o el desarrollo social, sino la violencia desatada. El
Latinobarómetro, encuesta que anualmente publica el instituto que encabeza
Marta Lagos, cifra en 32% la opinión que así expresa muy justificadamente sus
temores, puesto que el continente latinoamericano alberga el 9% de la población
mundial, pero ‘acredita’ el 27% de muertes violentas. Ese volumen de homicidios
es una negación directa de la democracia.
La pobreza es un factor, pero ni siquiera
la indigencia se traduce mecánicamente en guarismos de criminalidad. Entre 1990
y 2008 la pobreza cayó en América Latina de un 48% a un 32%, pero no así la
violencia, ni, sobre todo, la percepción social de la misma. Esa percepción,
que va del 20% en Perú al 61% en Venezuela, tampoco se vincula proporcionalmente
a la inseguridad. Las cifras son extremas en Venezuela porque el agravamiento
de la inseguridad ha sido vertiginoso en los últimos años. Pero hay -como destaca
el Latinobarómetro- otros dos factores, aún de mayor importancia, que explican el
desencadenamiento de la violencia en el mundo iberoamericano. Son la
desigualdad en un continente en el que el 20% de la población posee el 58% de
la riqueza, y cinco países de la zona figuran entre los 10 más injustos del
mundo, uno de ellos el catecúmeno de gran potencia que es Brasil. Y, aún más
significativa, la ausencia o deficiencia de un discurso, en el símil de moda, una
‘narrativa’, que el poder sea capaz de segregar para combatir la plaga.
América Latina ha conocido recientemente dos
ejemplos de conducción pública, en los extremos opuestos de ese arco de éxito o
aparente fracaso: Álvaro Uribe en Colombia y Felipe Calderón en México.
En el Latinobarómetro se dice: “América
Latina está capturada por el clima de opinión de que el crimen, la
delincuencia, se ha tomado la agenda informativa y domina la comunicación
social”. El presidente Uribe (2002-2010) logró difundir, en cambio, una narrativa
de victoria sobre el crimen, guerrillero y civil, que denominó doctrina de ‘seguridad
democrática’. La estrategia surtió efectos inmediatos, de manera que propietarios
de tierras, grandes y pequeños, familias con segundas residencias, y
transeúntes en general, recobraron libertad de movimientos. El Estado volvió a estar
presente en todo el país y la guerrilla -en absoluto, sin embargo, acabada-
tuvo que refugiarse en lo más profundo de la espesura. El índice de homicidios,
hoy de 33 o 34 por 100.000 habitantes al año, ha bajado de más de 40 a fin del
siglo pasado, aunque más ha caído la percepción de la violencia. El presidente
en ejercicio, Juan Manuel Santos, si bien mantiene la doctrina Uribe y ha asestado
golpes decisivos a las FARC, ha orientado principalmente su narrativa hacia la
modernización del país, haciéndose con ello blanco de las críticas de su
antecesor, que se añora a sí mismo en la presidencia.
El caso de Calderón es diametralmente opuesto.
Desde que en diciembre de 2006, al comienzo de su sexenio, declaró la guerra al
narco, ha abierto un nuevo campo de batalla con una multiplicación del índice
de homicidios de ocho a casi 20. En los últimos años, los particulares han
invertido en México miles de millones de euros en reforzar la seguridad de sus
viviendas, y un 78% piensa que la situación solo puede empeorar. El presidente mexicano
rechazó hace unos meses una oferta de negociación de carteles del narco como algo
incompatible con la democracia, que habría ahondado la percepción de que el
Estado estaba perdiendo la guerra. A punto de dejar el cargo, Calderón insiste
en que no había otra forma de encarar el problema. Jorge Castañeda y Rubén
Aguilar sostienen, diferentemente (‘El Narco: la guerra fallida’, 2009), que
aquella declaración creó un problema inexistente, en tanto que el periodista
Jorge Zepeda replica que el narco estaba ya saliendo de las catacumbas para inundar
la sociedad. La sobre-exposición mediática del fenómeno, con frecuentes
anuncios oficiales de detención de significados narcos, no ha constituido, en
cualquier caso, una convincente narrativa de victoria, sino una fallida maniobra de consolación.
Y
todo ello remite a la insuficiencia del Estado, de la que es corolario la
corrupción de las fuerzas de seguridad, mal del que se repone Colombia y padece
agudamente México. El inventor del surrealismo, el francés André Breton, dijo
con ingenio cruel y despectivo que “Si Kafka hubiera sido mexicano, habría sido
un autor costumbrista”.
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