El País, 5 de abril de 2012
El 2 de
abril de 1982 el ejército argentino ocupó las Malvinas, en poder de Gran
Bretaña desde 1833, desencadenando una guerra de 74 días, en la que murieron
649 soldados propios y 255 británicos. El pacifismo más piadoso califica
cualquier guerra de absurda e injustificada, lo que es francamente discutible,
pero sí de plena aplicación al desatino de una dictadura militar criminal, impotente,
y analfabeta, encabezada por un general, Leopoldo Galtieri, al que los
sicofantes llamaban ‘el Patton del Plata’ por un vago parecido con el militar
norteamericano de la II Guerra.
Los uniformados argentinos pensaron que la
mejor forma de regresar a los cuarteles o aún prolongar su mandato, era hacerlo
con la gloria de haber recobrado el archipiélago del Atlántico Sur, que les excusara
de responder por los miles de desaparecidos de la ‘guerra sucia’. A los pocos
días del desembarco en la Gran Malvina, un coronel de la RAF declaraba a la
televisión británica que si se “imponía la sangre italiana”, los argentinos
“evacuarían el archipiélago, pero si prevalecía la española, habría guerra”.
Sea cual fuere la que prevaleciera fue un crimen de lesa humanidad enviar a
unos soldaditos de reemplazo contra un ejército de profesionales. El resto de
América Latina, menos Chile, cuyo general Pinochet se cobró en material de
guerra británico el apoyo a Londres, y Colombia, que jugó a la neutralidad, respaldó
aunque con lo justo de entusiasmo a Buenos Aires.
La embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Jeane Kirkpatrick,
anticomunista, católica, y de origen celta, por ese orden, prefería a los
golpistas, pero el presidente Ronald Reagan le dio a la señora Thatcher lo que
la primera ministra pedía: la base de Ascensión, a medio camino entre Londres y
Port Stanley, sin cuyos bastimentos la guerra habría sido difícil de sostener. La
hija del tendero de provincias, temerosa de que el enemigo se escabullera
entablando conversaciones interminables, una vez dueña de las islas, ordenó que
se torpedeara al crucero pesado General Belgrano, fuera de las aguas
territoriales de Malvinas, donde murieron más de la mitad de los argentinos en
combate. Europa que no entendía muy bien esa guerra distinta y distante, dio apoyo
de oficio a los anglosajones, con la salvedad de España –por Gibraltar e
Hispanoamérica- e Italia –por sus emigrantes-, países cuyas opiniones públicas
no se resolvían a condenar la insensatez de Galtieri, el mismo que mientras los
británicos reconquistaban la isla principal, pedía entre vapores alcohólicos
que se aerotransportara unas tropas que no existían para socorrer al general
Benjamín Menéndez, jefe del cuerpo expedicionario. El militar argentino era un
‘cabecita negra’, y de quien se dice que Fidel Castro preguntó esperanzado “si
era de los que combatían”. En el bando derrotado se publicaron locuras como que
los gurkhas habían asesinado a 300 prisioneros argentinos, lo que jamás habría
consentido la oficialidad de Su Majestad y menos aún de un país que hasta unos
días antes del conflicto era tan famosamente pro-británico. Y en el bando
vencedor se supo que Thatcher estaba indignada por la escrupulosa equidistancia
con que la BBC informaba de la guerra.
El enfrentamiento hoy solo puede ser
político: el respaldo, en esta ocasión irrestricto de América Latina,
desplegado con una condena del colonialismo británico, que se redoblará en la próxima
cumbre de las Américas en Cartagena, así como algún cierre de puertos
latinoamericanos a barcos de guerra y en ciertos casos, mercantes, que icen la
Union Jack; y económico: la viuda Kirchner pretende impedir que Gran Bretaña comience
a extraer, probablemente a partir de 2016, el petróleo en aguas de la zona, con
reservas evaluadas en unos 12.000 millones de barriles. Pero ya ha logrado su
primer objetivo: reinstalar las Malvinas en la agenda latinoamericana, de forma
que Londres no pueda maniobrar sin darse de bruces con el problema. Y tampoco
los apoyos internacionales de 1982 están a la orden. El Washington de Obama ya
ha declarado su neutralidad y Europa tratará de mirar para otro lado,
repitiendo el consabido mantra de la negociación entre las partes.
Nadie
ignora que las Malvinas –como Gibraltar-
jamás dejarán de ser británicas sin el consentimiento de sus 3.000 habitantes. Y
solo un trato económico mejor que el que reciben de Londres podría disipar el
recuerdo de una guerra tan cruel como innecesaria, que un aire porteño epitafió
quejumbrosamente: “Con Malvinas o sin Malvinas/grito tu nombre por las
esquinas/mientras que los generales/se dan al tango por los portales”.
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